La realidad social tiene una peculiar existencia. Solo existe en la medida en que todos juntos creemos en ella.
Esto ocurre en múltiples ámbitos de agregación, desde el más pequeño hasta el más grande. Dos personas dicen y creen que están casados (en principio un matrimonio no es más que texto en un certificado, o palabras de un oficiante en una boda), y con eso basta para que sean familia. Cien personas dicen y creen que trabajan para una empresa (su contrato de trabajo no es sino texto en un documento que han intercambiado con su empleador), y con eso basta para presentarse todos los días a la misma hora a trabajar y poder cobrar sueldo.
Y millones de personas dicen y creen que son connacionales (la ciudadanía primero es una historia que oímos de nuestros padres y de quienes nos rodean, solo mucho después un documento de identidad), y con eso basta para que lo sean.
Lo curioso, repito, es que esa nación, igual que la familia, la empresa, la iglesia o cualquier otra instancia social, solo existe por la creencia compartida entre sus miembros.
No me malentienda. La realidad social, los cuentos que contamos y creemos, se sostienen sobre otros hechos eficaces. En particular es la violencia —el daño que unos pueden hacer a otros— la que define los límites de una realidad social cualquiera. El niño se sujeta a la historia de la familia porque aprende que no hacerlo trae consecuencias desagradables. Quien se mantiene dentro de los límites de su matrimonio sabe que separarse es costoso. Y lo mismo vale para la nación y con el Estado: muy inventados podrán ser, pero igual las autoridades disponen de policía y calabozos. Generalmente basta esa amenaza para que consintamos. Resulta más fácil seguir creyendo que no hacerlo, pues los bastonazos duelen.
Y aquí surge un rasgo importante de entender sobre las realidades sociales: mientras tengan la voluntad para hacer daño, unos pocos pueden delimitar la realidad en que viven muchos otros. Un padre violento controla a toda su familia porque está dispuesto a repartir golpes. La esposa y sus hijos se quedan con el hombre violento por temor a la penuria. Y una multitud se abstiene de protestar porque algunos policías están dispuestos a ahogarlos en gas lacrimógeno para garantizar el resobado «derecho a la libre locomoción».
El propósito de los juzgados de familia y también de las elecciones es evitar que la sangre llegue al río. Hasta al violento conviene no hacer violencia si puede salir herido. Por eso el padre sensato se modera y el gobierno sensato se sujeta a elecciones.
Los pocos violentos se acostumbraron a ejercer violencia sin ponderación, sin reconocer consecuencias en su inmoderación.
Sin embargo, hay quienes no entienden, quienes han recorrido tanto camino para mal que no consiguen moderarse. Lo muestra el desenlace trágico cuando una mujer desesperada mata al esposo abusivo. Y lo reconocemos en el pacto corrupto, que sigue ignorando el ¡ya basta! de la población.
En los últimos años los pocos violentos en Guatemala —el gobierno incompetente, cortes mafiosas, una fiscalía malintencionada y sus socios en una élite depredadora y un sector narco-clepto-militar— se acostumbraron a ejercer violencia moral, jurídica, institucional, económica y física sin ponderación, sin reconocer consecuencias en su inmoderación.
Pero olvidaron que el hecho social relevante, el Estado guatemalteco que hoy quieren seguir controlando y que es el contenido delimitado por su violencia, encuentra sentido únicamente en la creencia compartida, no tanto de ellos como del resto de la población.
Lo obvio de las votaciones del 25 de junio fueron el frágil primer lugar de Sandra Torres y el sorpresivo segundo puesto de Bernardo Arévalo. Pero lo más importante es que fueron un grito alto y claro, un ¡ya basta! de la sociedad. Solo la torpeza abusiva de quien ya no reconoce límites permite desoír ese grito.
Las repetidas trampas de las cortes, la tibieza del Tribunal Supremo Electoral y la campaña negra reproducida por pastores evangélicos vendidos muestran que los pocos violentos no han cejado en su intento por hacer violencia, con tal de proteger los límites de su Estado perverso.
El problema, para ellos, es que la historia que relatan, el contenido de ese Estado, se quedó sin fondo, se vació, y solo les queda la violencia para sostener las fronteras de su cuento desacreditado. Es un momento peligroso. Pero con precaución —nadie quiere sufrir violencia— y sobre todo con unidad, toca a la ciudadanía reconocer eso: que la historia pérfida y maliciosa que empezaron a contar los corruptos al expulsar a la Cicig en 2018 no tiene contenido.
Ilustración: Fuera máscaras (2023, con elementos de Dall-E)