Y después, ¿qué?

Es difícil hacer predicciones… especialmente acerca del futuro. No por jocoso deja de ser cierto el dicho.

Ello, por supuesto, nunca ha desalentado a ningún agorero. Desde el chamán hasta el analista de encuestas, todos quieren saber, antes de abrir la caja, si el gato está vivo o muerto. A pesar de que, con un poco de paciencia, lo sabrán sin asomo de duda, apenas se destape la caja.

Quizá empezó con la agricultura. El éxito humano sobre la Tierra vino de haber aprendido a cultivar plantas como alimento. Pero eso nos hizo depender de una variable crucial: el clima. Decidir si sembrar o no exigía predecir si llovería o no. Tanto, que los autores de la Biblia supieron hacer de ello —la adivinación del sueño del faraón por el hebreo José— el punto clave de inflexión en la historia (Génesis 41). Adivinar el clima era, literalmente, asunto de vida o muerte. Diez mil años de agricultura han asegurado que esa lección quede bien sembrada en lo más profundo de nuestra cultura humana.

Sin embargo, como suele pasar, lo que empieza como heurístico eficaz —algunas reglas empíricas que facilitan las decisiones en la agricultura— se extiende ambiciosamente a otros ámbitos, tan similares en lo superficial como disímiles en lo fundamental. Y así queremos adivinar quién ganará las elecciones, aunque esta información solo sirva para modificar por quién votamos, a quién financiamos o a qué candidato estorbamos. En otras palabras, las encuestas producen información que solo sirve para modificar el mismo futuro que intentan adivinar.

Por ello conviene reconocer que las encuestas políticas y su análisis son lo mismo que el fútbol: sano entretenimiento familiar. Ambos —goles y porcentajes de intención en la encuesta— pertenecen al mundo del infoentretenimiento: datos que nos distraen y nos dan de qué hablar. Y hasta allí.

Conviene reconocer que las encuestas políticas y su análisis son lo mismo que el fútbol: sano entretenimiento familiar.

No me malentienda. No es que las elecciones, como el fútbol, no importen. Todo lo contrario. Es nomás que la clave no está en el marcador sino en el juego. Más allá del rato ameno, cerveza en mano, lo perdurable no son los goles, sino los jugadores y sus equipos. Importan la federación, los árbitros y —siempre invisibles— los dueños, los anunciantes y su dinero.

Poniendo esa distancia entenderemos que no importa el resultado de las elecciones, igual tenemos un problema. Suponga que gane una de las punteras tradicionales —Zury o Sandra—. ¿Cambiarán por ello su inveterada costumbre de mentir por el poder? Suponga que gane cualquiera de los grises, indiferentes y perpetuos candidatos de derecha —desde Mulet hasta Farchi— ¿tendrán otra intención (o posibilidad) que canjear su cuota por una vocecita ante el Cacif y mantener el statu quo? Imagine que gane un pseudo-outsider, con su brevedad de ideas y dinero cuestionable —llámelo Pineda o Morales, da igual— ¿cree que no tendrá compromiso con las mafias que lo apoyan? Y si gana, improbable maravilla, uno de los candidatos de la izquierda, siempre tan dedicados a la fragmentación, desde mi favorito Arévalo hasta Amilcar Pop (que el díscolo MLP ya quedó fuera) —¿piensa que en adelante el combinado de Cacif, políticos de derecha, militares mafiosos en retiro y hasta su socio a regañadientes, la embajada de los EE. UU.— no se dedicarán a llover sobre ellos todas las imprecaciones reservadas usualmente para ese invento de fascistas desequilibrados, el «castrochavismo»?

Los votos ni a leguas cambiarán los problemas de fondo, ni siquiera la forma de abordarlos. Apenas cambiarán el elenco que pone sobre las tablas la perversa escena. Tras las elecciones, igualmente estaremos inmersos en el sistema que nos dejó solo estos candidatos para escoger y cuya primera tarea es domesticarlos. Igual faltarán políticas democráticas y, aunque se tengan, igual enfrentarán obstrucción. Y si se supera el obstáculo, igual faltará la administración pública competente y suficiente para hacerlas funcionar. Y si se consigue la gente y las instituciones para ello, igual faltarán los recursos para persistir porque nadie, nadie quiere pagar impuestos que sostienen un Estado perverso como el de Guatemala.

Así que reconozcamos y entendamos: o vemos más lejos, o seguiremos heredando a nuestras hijas y nietas este mismo infierno, no importa a quién votemos ni quién «gane» (escasamente es la palabra correcta) estas elecciones.

Quizá lo más valioso del aquelarre que armaron las élites y sus corruptos socios es haber hecho imposible desconocer que los problemas son más de fondo. Enteramente otro negocio —y aquí está la clave— será que usted y yo hagamos algo al respecto, más allá de marcar una equis.

Ilustración: Sano entretenimiento familiar (2023, con elementos de Dall-E).

Original en Plaza Pública

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