«Certificar lo conducente» es la muletilla del momento. La fórmula está en todas partes.
Comenzó con Consuelo Porras, la execrable fiscal general, que usa el término hasta el fastidio. Lo dicen sus comunicados, lo repiten las cortes que apañan sus actos golpistas, lo reporta la prensa y termina en las redes y la charla diaria.
Cortemos por lo sano, antes de creernos jurisconsultos. De lo contrario pensaremos que la crisis en Guatemala es jurídica, que la ley importa a quienes agreden a Semilla y actúan contra la democracia.
He citado antes un argumento que popularizó Harari: los humanos sincronizamos nuestra conducta con historias que, creyendo juntos, nos hacen actuar juntos. Esta práctica cabalga sobre nuestra capacidad empática. Una poetisa versifica sobre una pena de amor y sentimos dolor, aunque nuestra vida sentimental camine bien. Un líder religioso condena el ir con la cabeza descubierta y consigue, no solo que la gente se la tape, sino que se sienta mal al no hacerlo. Un político fascista habla de conspiraciones y sus seguidores furibundos agreden a desconocidos que nunca les hicieron mal. Nuestras historias pueden servir tanto para bien como para mal.
Igual que con poemas, libros sagrados y discursos políticos, la ley es una categoría de narración que nos coordina. Pero, distinto de otras narrativas, convenimos en que sea un código estricto de signos y reglas sistemáticas, aplicado a personas específicas y en torno a materias y situaciones precisas.
La ley expresa, pero no es, el poder organizado.
Sobre todo, la ley es la proyección discursiva del Estado: en ella se expresa en palabras el poder organizado en una sociedad y dentro de un territorio. Esto importa, porque la ley expresa, pero no es, el poder organizado.
Primero la ciudadanía se pone de acuerdo en la práctica —por las buenas, como con el voto o en un legislativo representativo, pero eventualmente por las malas, en guerras o manifestaciones— y después concreta esos acuerdos en leyes. La legislación es la forma que tenemos de materializar entre todos la ficción del Estado.
Ese orden —primero la gente y sus decisiones, luego la ley y sus sentencias— da cuenta de algo que conviene explicar: que la ciudadanía tiene libertad para hacer cualquier cosa que la ley no prohíbe y que, por el contrario, los funcionarios públicos solo pueden hacer aquello que la ley les manda.
En la población, entre ciudadanas y ciudadanos, acordamos cómo organizar la sociedad y las instituciones, incluyendo a quién elegir y cómo elegirlo. Y podemos convenir en cambiar las instituciones y a las autoridades. Tanto que, como vemos hoy, en democracia resulta más importante poder quitar autoridades y representantes que poder ponerlos.
Por lo mismo, los funcionarios no son autoridades sobre la ciudadanía, únicamente sobre sus subalternos, otros empleados públicos. Y lo único que pueden realizar con sus actos es lo que la ley expresa en sus textos; que solo puede ser —repito para que quede claro— aquello que nosotros, la ciudadanía, hemos convenido.
Lo relevante en esta coyuntura es que la ley, como la usan Consuelo Porras, Rafael Curruchiche o Fredy Orellana, representa una defraudación a la ciudadanía. En lugar de concretar el consenso popular, aplicando la ley de forma restrictiva en materia y sujetos específicos, la toman para ignorar y contradecir el consenso nacional y la extralimitan en temática y sujetos.
Movimiento Semilla, como institución de derecho (pues los partidos figuran entre las ficciones que concretamos en ley), correctamente enfrenta unos recursos jurídicos con otros. Eso no significa que el problema sea jurídico, nada más que ese es el ámbito pertinente para operar dicha entidad, particularmente porque luego podría ejercer el poder público. Abona en favor del partido y sus candidatos que demuestren la voluntad de cumplir estrictamente la ley, pues es lo que les tocará si hacen gobierno.
Pero para la ciudadanía el asunto es a la inversa. Porras, Curruchiche, Orellana y otros como ellos intentan engañarnos con un juego jurídico de «dónde va la bolita», siguiendo el lleva y trae de recursos, de la «certificación de lo conducente» que no es sino el sello falso que Porras pone a sus acciones arbitrarias.
Por el contrario lo nuestro, como ciudadanía, es afirmar a quién queremos en el gobierno —esto es el voto—, convenir en cómo queremos que se organice el poder —lo dijimos en la constituyente y lo diremos en las plazas: con democracia, justicia y en paz— y exigir que la ley exprese ese querer —para eso necesitamos un Congreso representativo—. Y luego, que los funcionarios y funcionarias, sin excepción, lo cumplan fielmente.
Ilustración: ¿Listos? (2023, con elementos de Adobe Firefly)