La semana pasada puso en vitrina, una vez más, que el Ejército de Guatemala está construido sobre arena, no sobre roca.
El deber que tanto pregona la propaganda militar quedó en nada. Un gabinete entero de civiles cumplió cuando el Ministerio Público los alcanzó por firmar un documento. Pero, ante la acusación de manipulación de justicia en un caso de asesinato, el general Érick Melgar Padilla optó por la cobardía y se escondió.
La disculpa oficiosa es que son las personas, no la institución. Pero, cuando la prensa preguntó al Ministerio de la Defensa sobre el paradero de Melgar, el ministro respondió que no sabía dónde estaba su general. Solo hay dos interpretaciones: o lo encubren o son incompetentes.
El dilema no es nuevo, pues rinden la misma excusa siempre que se constata otro de los vergonzosos abusos: desfalco en el Instituto de Previsión Militar, trasiego de armas, desaparición de municiones, bonos ilegales al presidente de la república, vinculación a narcotraficantes. Una y otra vez la misma historia: yo no fui, fue teté. Y la manida lealtad solo sirve para encubrir a los acusados y estorbar la justicia: el Ejército y su ministerio (¿no debiera ser al revés?) se niegan a suspender a los sospechosos y apañan sus excusas leguleyas y falsas. Si la institución «obediente y no deliberante» tolera que Melgar litigue por los medios despotricando contra las instituciones públicas, al menos podrían hacerlo también para denunciar a la jueza que revocó su orden de captura.
Aquí nos trajo una historia bochornosa: tras firmar la paz, el Ejército no quiso o no supo asumir su responsabilidad en los abusos de la guerra para refundar su base ética. Al dejar abierta esa herida, tampoco pudo reconstruir una relación sana con la sociedad. Hizo apenas intentos tibios por depurar sus filas, especialmente de oficiales. Resistió la supervisión civil y la rendición de cuentas públicas para erradicar la fibra, el hábito mezquino del latrocinio, que es tanto cultura institucional como modo de vida para demasiados militares.
Para rematar, se quedó el Ejército sin razón de ser. Habiendo construido su identidad en torno a perseguir izquierdistas como enemigos del Estado, cuando estos se tornaron parte respetable de la sociedad, tocó a los militares inventar quehacer para justificar su presupuesto. Algo ayudó que el narco fuera obsesión para los Estados Unidos. Pero ahora quieren controlar incendios forestales, cultivar aguacates, entregar mochilas didácticas y mantener caminos. Difícil saber si llorar o reír. El mandato del Ejército es la seguridad y nada más. Entrometerse en otras áreas distrae atención y recursos de otras instituciones que los necesitan.
Sirve poco que sean buenos y que usted los conozca si ellos no hacen nada al respecto de su deteriorada institución.
El país enfrenta desde 2015 una encrucijada. Es más que obvio que el problema no es de ideologías políticas —derecha o izquierda—, sino de corrupción versus decencia. Este dilema nos compromete a todos. En cada estamento y grupo social han dado un paso al frente muchos, especialmente jóvenes. Todos hemos debido escoger si estamos por la reforma que nos saque del pasado o por la resistencia al cambio, por seguir iguales: corruptos, injustos, desiguales, mañosos. Hace tres años el Ejército al menos supo estar del lado correcto de la historia y se abstuvo de intervenir. Pero el quietismo no es igual a abrazar el progreso, y, desde que asumió el gobierno actual, el Ejército se ha movido cada vez más a tener un papel activamente dañino.
Algunos excusan que en las fuerzas armadas hay gente buena. «Conozco a varios de ellos», es la tónica del mensaje repetido. Sí, pero sirve poco que sean buenos y que usted los conozca si ellos no hacen nada al respecto de su deteriorada institución. La patria no va a salir del pozo con ciudadanos de sociedad secreta.
De esos, particularmente me preocupan los oficiales jóvenes, los que quizá quieran el bien. Esperar 20 años con intención de llegar a generales y, entonces sí, tener poder es una aspiración que les servirá de poco a ellos y de nada al país. Tan poco que me atrevo a decir que hoy la tarea del oficial joven es no serlo porque no se puede hacer bien en un ejército malo. Hay demasiadas cosas importantes que hacer como ciudadanos involucrados para desperdiciar su juventud siguiendo órdenes a superiores asesinos, ladrones y encubridores. Hay demasiadas cosas buenas que hacer para acostumbrarse al aire tóxico del Ejército de Guatemala. Mejor harían en sumarse a otros jóvenes y, allí sí, desde la ciudadanía, en la política y en la legislación, refundar su Ejército. O deshacerse de él.
Ilustración: ¿Ha cambiado algo? (2024), Adobe Firefly