En el desierto escasamente hace falta consultar el pronóstico del tiempo. Si ayer ha hecho sol, lo más probable es que hoy haga sol también. Y si anoche hizo frío, esta noche casi seguramente será igual.
En el desierto son usuales los extremos. A medio día el sol pega inclemente y a media noche el frío hiela hasta los huesos. La gran mayoría de días son iguales. Acaso, ocasionalmente sopla un viento fuerte, desciende una tormenta que meterá un polvillo fino en todo, hasta las rendijas más profundas, que hace picar los pliegues de la ropa y atasca las máquinas, por más que se intenta limpiar.
En el desierto, la lengua reseca y la garganta áspera recuerdan constantemente que sin agua no hay vida. Cuidamos la que tenemos en la cantimplora, tomando apenas un sorbo cada vez, llevando la cuenta del volumen por el tiempo que falta para llegar a la siguiente estación.
Y si ignoramos cuánto camino falta, comienza a incubarse la larva de la angustia: ¿cómo saber si podemos tomar del agua, cuando ignoramos el tiempo que debe alcanzar? Mengua el agua, los sorbos se vuelven menores y más infrecuentes, crece la sed y eventualmente también el desánimo.
Seguimos un poco más. Con suerte, llegamos al destino con agua en el envase, aunque sea apenas para un último trago, agradecidos por haber completado un viaje más y poder llenar la cantimplora otra vez. Pero siempre es posible morir de sed aún a la vista de la fuente: tan cerca, como un espejismo, y sin embargo demasiado tarde, demasiado lejos para sobrevivir. Lo peor es que no sabremos el desenlace sino hasta que llegue, el viaje completo o la muerte deshidratada que nos trunca la intención a medio camino.
Antes confiábamos —o quizá apenas creíamos— que cada 4 años podía haber una nueva oportunidad, una estación en la que se oyera la voz de la gente y se cambiara al poder. Hoy no tenemos esa certeza.
Hoy estamos en lo más aciago del trayecto. Cruzamos un yermo sin ley donde es enteramente predecible lo que traerá el día: ayer había sequía, hoy será igual. La corrupción inclemente se batía sobre la población ayer. Hoy lo hace aún con más firmeza. Y las reservas de justicia son cada día menos y más perseguidas. No sabemos si alcanzarán las fuerzas para llegar a la siguiente estación, no sabemos ni siquiera cuánto falta para llegar.
Antes confiábamos —o quizá apenas creíamos— que cada 4 años podía haber una nueva oportunidad, una estación en la que se oyera la voz de la gente y se cambiara al poder. Hoy no tenemos esa certeza. Más aún, ni siquiera sabemos si podremos llegar a la ocasión de cambio sin antes caer desfallecidos.
Los buitres rondan. Desde sus perchas blanqueadas de tantas cagarrutas esperan a que desfallezcamos para picotear sin misericordia. Y por esto, solo por esto, debemos seguir. Para ellos no hay futuro, apenas un presente eterno comiendo carroña.
Imagen: Trayectorias en el desierto (2016, foto propia)