El alcalde Arzú acelera la marcha por un despeñadero cada vez más desafortunado. Desafortunado, primero, por sus efectos sofocantes sobre nuestra democracia. Aunque esta preocupación él nunca la ha compartido demasiado, su refunfuñar de viejo cascarrabias distrae a la juventud política y, vergonzosamente, también a la juventud militar justo cuando a ambas les urge poner atención a mejores causas.
Pero además las desafortunadas intervenciones de Arzú afectan algo que debería preocuparle bastante a él mismo en este momento de su vida, cuando el tiempo comienza a apretar: su legado político, medido incluso en sus propios términos conservadores y elitistas. Ríos Montt —otro caudillo de las viejas y duras cadenas de la política tradicional— tuvo al menos la sagacidad (o quizá la suerte) de callar y dejar hacer a sus mañosos adláteres cuando estos abusaban del sistema judicial. En cambio, Arzú, siempre inmoderado para reconocer otra voluntad que no sea la suya, no ha encontrado equivalente de los anteojos oscuros para abstraerse de la reyerta. La arrogancia es mala consejera. No le bastó el bochornoso papel en la conferencia de prensa del Ministerio Público y la Cicig. Pudiendo retirarse reclamando nobleza por firmar la paz (y parece fascinarle la ocurrencia de tener sangre azul), embarazosamente se consagra como mala copia del señor Burns.
Pero todo esto —la torpeza de dañar la democracia y ensuciar su propio legado— es apenas anécdota. Porque, a pesar del paso por la presidencia, es en la alcaldía de Guatemala y como alcalde donde está el fiel de la balanza de la vida política de Álvaro Arzú. Es allí donde en última instancia se mide su valor como líder, como gerente y como político. Y si antes la ciudadanía de la capital aguantaba mucho reconociendo sus innovaciones iniciales, este barco criollo tiene demasiado tiempo haciendo agua y ahora moja la poltrona y, con esta, las fatuas nalgas ediles.
El peor problema de Arzú es que se quedó varado en un municipalismo que no pasa del siglo XX, que escasamente sale del siglo XIX. Agua, basura, excretas y pavimento.
El peor problema de Arzú es que se quedó varado en un municipalismo que no pasa del siglo XX, que escasamente sale del siglo XIX. Agua, basura, excretas y pavimento. Ya eran tarea para los gobiernos locales en la antigua Roma y en Babilonia. Sin embargo, en los cuatro temas cruje cada vez más la gestión municipal en la ciudad de Guatemala. Poca agua y con frecuencia sucia. Un basurero desenfrenado que devora un trozo espectacular de tierra municipal (nomás por esto los urbanizadores y fabricantes de centros comerciales tendrían razón de sobra para vituperar al alcalde). Un sistema de drenajes que produce cráteres, allí sí, de talla global. Y las calles. Ay, las calles. Tiene usted para recordar sin afecto al alcalde cada día atorado en el tráfico, cada vez que se le hace imposible caminar en una acera. Para recordarlo por defecto cuando debe ir a la sexta avenida o a Pasos y Pedales porque, entre inseguridad y mala infraestructura, su barrio no es para andar a pie. Para recordarlo en exceso cuando ve a la multitud de esos mismos barrios inundando la avenida de las Américas y atorando el tráfico del Obelisco. Todos enojados en la ciudad del desorden, en la capital del sofoco.
Y eso no es lo peor. La megaciudad del siglo XXI es un animal enteramente distinto a la urbe decimonónica y supera por mucho la preocupación ingenieril por el agua, la mugre y las calles, que son apenas piso de su plaza política. Y Arzú resultó tan pero tan insuficiente ante este reto que da vergüenza ajena que no sean sus propios adláteres los que lo defenestren ya.
En efecto, sirve poco comparar la Municipalidad de Guatemala y su descolorido líder con otros y peores municipios —como la mafiosísima alcaldía de Chinautla bajo Arnoldo Medrano—, como si este mal de muchos fuera nuestro consuelo. La medida de la insuficiencia de Arzú la ponen ayuntamientos como el de Medellín y su otrora alcalde Sergio Fajardo. Es en estas ligas donde está el baremo de la ciudad de Guatemala, en urbes que atienden la salud, la educación, la seguridad, el empleo y el emprendimiento. Que abogan por la inocuidad de los alimentos y los químicos. Que concretan la consigna de que cada ciudadana, cada ciudadano tiene derecho a una vida de bienestar, no solo a escasamente sobrevivir. Ante tal fiasco, bien haría el engreído alcalde en hacer mutis, reflexionar y pasar la estafeta a otros más competentes.
Y por allí se fue la reputación del alcalde. (Fotografía del Gobierno de Guatemala (licencia de uso CC BY-NC-SA 2.0)
Ilustración: De otra época (2024), Adobe Firefly