Medios y fines, responsabilidades y consecuencias

lo que debe ocuparnos como ciudadanos no son esos intríngulis morales, sino la intención y la capacidad del Estado y sus instituciones de cobrar las responsabilidades debidas por los individuos cuando realizan acciones que riñen con las leyes y con el bien común.

Alfonso quiere pasar la página, que olvidemos la corrupción descarada durante su guardia, pues ya pagó sus cuentas con cinco años de cárcel (aunque haya sido a los gringos). Lo que importa, dijo en el aeropuerto, es hoy.

Edmond Mulet quiere pasar la página, que olvidemos las ¿ilegales? (bueno, dejémoslo en ilícitas) acciones que tomó como abogado, hace ya tantos años, tramitando visas para «bebés turistas» y así saltarse la barda de los controles contra el tráfico de niños. Lo que importa, dice, es que buscaba el bien de los pequeños y que los cargos fueron sobreseídos.

Efraín Ríos Montt quiere pasar la página; y con él, el Cacif. Quiere que olvidemos las masacres, las aldeas arrasadas. Lo que importa es que no fueron genocidio.

¿Nota algo en común? En efecto, aquí usted puede hacer cualquier cosa porque todo deberá ser olvidado. Mientras no haya ley que lo atrape, no habrá justicia que lo condene. Usted puede emprender las acciones más aberrantes, que los demás debemos recibirlo con los brazos abiertos y concederle el regalo de nuestra más absoluta amnesia. Guatemala, tierra del olvido.

Correctamente señaló Portillo que hace falta ponernos de acuerdo. Con una elocuencia que permanece intacta subrayó que, más allá de los talentos, las virtudes y los vicios individuales, cuenta la solidez de las instituciones. ¡Y tiene razón! Más allá de los méritos de un candidato, necesitamos un sistema electoral funcional. ¿Quién se puede pelear con esto?

El problema es que la medida de las instituciones está en su capacidad de hacer justicia ante los méritos y vicios específicos de los individuos. Y aquí esto no se ve claro. ¿Qué sé yo si Portillo aprovechó su tiempo en la cárcel para reconstruir su moralidad? Más aún, ¿qué importa lo que yo piense sobre su moralidad, original o remozada? Será él quien despierte por la madrugada pensando si habrá valido la pena amancebarse con el FRG. Igual para Mulet, quien en el silencio de su oficina debe responder si las escrituras tan torcidas que calzó con su firma en esos lejanos años 80 fueron una forma digna de empezar su carrera como abogado. Será Ríos Montt el único que podrá decidir, ahora que el sol de su vida se apaga, si fue un siervo bueno y fiel. Igual yo en lo mío.

Sin embargo, lo que debe ocuparnos como ciudadanos no son esos intríngulis morales, que tarde o temprano cada uno de nosotros debe encarar solo, sino la intención y la capacidad del Estado y sus instituciones de cobrar las responsabilidades debidas por los individuos cuando realizan acciones que riñen con las leyes y con el bien común. ¿Debe un abogado hacer escrituras mañosas y luego seguir tranquilo su camino? ¿Debe un presidente recibir sobornos, lavar dineros, condonar corrupciones y luego volver al ruedo? ¿Debe un dictador golpista mandar muerte en gran escala contra los propios ciudadanos y quedar impune? Estas son las preguntas que importan.

Estas son las preguntas que hoy algunos evaden, esconden, ¡hasta condenan! Tratan de callarlas cuando presionan a periódicos y periodistas por sacar los esqueletos del clóset de un encumbrado funcionario de Naciones Unidas. Las ignoraron cuando dos de tres miembros de un tribunal dieron paz y salvo al expresidente y de un golpe borraron su deuda con la justicia guatemalteca. Son las preguntas que 12 ¿notables? quisieron callar al llamar a olvidar los desmanes de Ríos Montt en nombre de preservar una «paz política» que hacía tiempo se había roto. Son las preguntas que el Cacif ignora en conferencias de prensa, que igual sirven para excusar a Ríos Montt que para proclamar la resistencia a pagar impuestos, y así nos garantizan un Estado que ni quiere ni puede cobrar responsabilidades.

Es en esa incapacidad de hacer que los actos de los individuos tengan consecuencias donde nuestro Estado enfrenta un reto mayor. O tal vez sea un asunto de crianza. Desde la élite hasta la clase media, y desde niños, nos levantamos sin hacer la cama porque hay alguien más —pobre, adolescente y sin escuela— que la hará por nosotros. Y encima lo llamamos haragán. ¿Por qué habríamos de preocuparnos por el sentido de responsabilidad? Así que pongamos atención. No a los insondables debates sobre moralidad individual, sino a la muy concreta incapacidad de las instituciones de cobrar responsabilidades por los actos públicos. Dudo mucho que las soluciones vengan de quienes se han beneficiado de tal incapacidad, de esos responsables que aún no pagan sus responsabilidades, así sean políticos, abogados, legisladores, militares, exgobernantes o empresarios.

Original en Plaza Pública

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