Poco importó que en la bóveda del saber no hubiera oro ni plata, sino apenas palabras vacías, palabras robadas.
El papel moneda es un invento genial. Cansados e incapaces de acarrear montones de plata, los financistas de la China antigua dispusieron hacer transacciones sobre el valor de su palabra.
Los billetes empezaron siendo promesas sobre la riqueza material: “por diosito y mi madre que si me presenta este billete, yo le doy su plata”. Terminaron siendo netamente instrumentos de confianza: “por diosito y mi madre que este billete vale lo que le digo”.
El sistema funciona, y muy bien, hasta que alguien viola la confianza. Cuando el banquero hace trampa, corremos al banco a exigir nuestro oro, nomás para descubrir que lo que tenemos en las manos son papelitos sin valor. El pánico bancario y la hiperinflación concretan el derrumbe de la confianza.
Las finanzas no son el único ámbito en que aprendimos a usar la confianza como base para una transacción en papel. Los diplomas y certificados académicos son también palabra empeñada: “por diosito y mi madre que el portador de este documento sabe hacer lo que aquí dice”. Confiamos en que el médico domina su arte porque lo dice un documento colgado en el muro de su oficina, porque lo afirma una universidad.
De nuevo, el reto está en que toda la estructura se sostiene sobre la confianza. Cuando hay indicios de que la palabra empeñada no va en serio, aquel ornado pergamino deja de ser un diploma y se convierte en un simple papelito. Justo antes de la Semana Santa, vimos reunirse a la junta directiva del banco de la confianza académica –entiéndase el Consejo Superior Universitario de la USAC– para decidir sobre un caso de plagio flagrante, con el que un político se hizo acreedor al título de Doctor. ¿Su decisión? “… cumplió con los requisitos establecidos para la presentación de su tesis doctoral, por lo que no se emitió ninguna sanción en su contra”. Y usted pensaba que la Huelga de Dolores era procaz.
En otras palabras, los embusteros funcionarios universitarios examinaron los papelitos, revisaron el billete de su banco y encontraron que sí, decía “pagaré al portador la cantidad señalada”. Eso les bastó para afirmar que aquello valía lo que decía. Poco importó que en la bóveda del saber no hubiera oro ni plata, apenas palabras vacías, palabras robadas. Poco importó que el plagio fuera primero una afrenta ética, y sólo después un problema normativo. Aún oigo tintinar las gotas sacudidas sobre el aguamanil, mientras Pilatos recibe la toalla de una mano servil.
Por supuesto, la patraña podrá aguantar un rato, pero tarde o temprano caerá. Eche un vistazo a la historia, a todos los que han intentado mantener a flote el tipo de cambio de su moneda a fuerza de decretazos. Primero surge el mercado negro, luego la gente trata de sacar su dinero del sistema, y la moneda termina por colapsar, cayendo incluso a niveles más bajos de los que hubiera alcanzado si se admitiera a tiempo el error.
Lo malo, lo triste, es que el asunto no termina allí. Si usted, como yo, se graduó con mucho esfuerzo de la Universidad de San Carlos, vaya y dele un último vistazo afectuoso al título que le entregaron a cambio de sus desvelos. Pronto, muy pronto, no valdrá ni siquiera lo de la tinta y el papel con que está hecho. Más le valdrá vender el sello dorado por el precio del poco metal que contiene.
Así que, ahora que vuelve tostado y molido de su descanso en la playa, o quizá de hacer penitencia con una pesada anda, no se permita el lujo imprudente de olvidar. Póngase a pensar cómo va a recuperar el valor de su Academia tan profanada, qué hará para defenestrar a los estafadores que acaban de robarle la dignidad a su título.