Tuve esta semana un debate en Twitter. Se trató de un debate corto, de lenguaje tremendista e inconcluso. En otras palabras, apenas lo usual en redes sociales.
Empezó cuando un conocido, miembro de una de las familias más acaudaladas del país, líder en el mundo de la élite empresarial y enérgico activista de iniciativas anticorrupción, posteó un mensaje en el cual promovía un sistema digital para la denuncia de hechos de corrupción.
El asunto no tendría mayor importancia, salvo que el susodicho es uno de los empresarios que públicamente admitieron —en conferencia de prensa y con grandes titulares— que dieron dinero bajo la mesa, a sabiendas y con subterfugio, a la campaña electoral de Jimmy Morales. En otras palabras, es el comal diciéndole a la olla que hay que denunciar la corrupción.
Yo, siempre más necio que bonito, respondí que sabía de siete guatemaltecos y un colombiano que habían sido corridos del país por denunciar y perseguir la corrupción. Obviamente me refería a Iván Velásquez, el excomisionado de la Cicig, y a los siete fiscales —incluyendo a las dos jefas del Ministerio Público anteriores a la impresentable Consuelo Porras— que no pueden poner pie en Guatemala por causas judiciales espurias en su contra y hasta por amenazas a sus vidas. Todo, porque persiguieron casos de crimen y gran corrupción en el Ejecutivo, el Ejército, el Organismo Judicial y, muy relevante en este caso, el sector empresarial.
Mi interlocutor no tardó en responder: «¿Por sus delitos dices? Si. Muy cierto [sic]». En otras palabras, valga repetir la cita, afirmó que al excomisionado y a los exfiscales los corrieron de Guatemala por «sus delitos». Ahora resulta que quienes en el ejercicio de sus responsabilidades profesionales y laborales promovieron la justicia y persiguieron con éxito la corrupción no solo son molestos al poder político. No son ni siquiera gente que podría haber cometido errores o abusos en su función, si quisiéramos evaluarlos con severidad crítica. No. Resulta que, para un líder destacado de la élite empresarial tradicional guatemalteca, Iván Velásquez, Thelma Aldana, Claudia Paz y Paz y otros cinco fiscales exiliados son delincuentes.
Y ante una realidad intolerable —que es lo que va quedando de Guatemala—, cada vez parece más sensato huir.
¿Qué decir ante tal desfachatez? El que por admisión propia cometió un ilícito grave denuesta a los operadores de justicia perseguidos. No pude sino terminar dándole la razón: cuando la ley es injusta, la justicia es delito. Trajo a mi memoria el final de Rebelión en la granja, de Orwell, cuando los cerdos caminan en dos patas y ya no se distinguen de los humanos, con quienes se han puesto de acuerdo para explotar a los demás animales en la granja.
Y ante una realidad intolerable —que es lo que va quedando de Guatemala—, cada vez parece más sensato huir.
Nomás queda la pregunta ¿por qué tanto despropósito? Conozco a mi interlocutor del Twitter desde hace bastantes años y sé que ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a causas que llamaría nobles: el desarrollo y el bienestar. Hoy parece haber entregado por completo alma y corazón a construir un Estado injusto. Sobre esa entrega, las iniciativas benéficas ya solo flotan como una costra frágil y nada creíble, por mucho dinero y mucha capacidad que se tengan para impulsarlas. Tras la vergüenza del financiamiento electoral censurable, es probable que el mejor curso de acción fuera un discreto desaparecer de la imagen pública para al menos purgar la culpa moral. Pero allí sigue impenitente, insistiendo en decir a otros qué hacer, llamando negro al color blanco.
Mi conclusión es psicológica: todos necesitamos hacer la paz primero con nosotros mismos, con la propia conciencia. Y ante una realidad intolerable —que es lo que va quedando de Guatemala—, cada vez parece más sensato huir. Los que pueden huyen literalmente a través de la migración. Abandonan tierra y comunidad con tal de salvar su propia paz. Otros huyen desentendiéndose de la realidad que los circunda: puede ser a través de la religión, que ofrece la simulación de una comunidad cerrada pero coherente y el sueño de un más allá en paz, o puede ser en un condominio amurallado y en un auto con vidrios polarizados. Finalmente, están los que huyen hacia adentro: ante la enormidad de haber fallado cuando la historia pedía valentía, y a pesar de que tenían los medios para cambiar el rumbo del país, con tal de poder dormir se dejan tragar por el monstruo, se hacen uno con él y lo aceptan como bueno.
Ilustración: «Tríptico de los improperios» (detalle), de Hieronymus Bosch, el Bosco (1450-1516), en el Museo de Bellas Artes de Valencia (foto propia).