Nunca hubo un Estado guatemalteco bueno que se corrompió o fue cooptado.
Hace una semana se realizó en Washington D.C. un panel sobre el futuro del sistema judicial en Guatemala.
El tanque de pensamiento Diálogo Interamericano invitó en septiembre a cuatro especialistas para tratar sobre Incertidumbre judicial: El futuro de la rendición de cuentas en Guatemala1. Por este país participaron Erika Aifán y Miguel Ángel Gálvez, jueces de mayor riesgo. El lado estadounidense lo representaron Stephen McFarland, exembajador de dicha nación en Guatemala entre 2008 y 2011 y Brittany Benowitz, consejera principal del Colegio de Abogados de los Estados Unidos (ABA).
Aifán y Gálvez pintaron un cuadro desolador. Los encargados de la seguridad del Estado desamparan a los operadores de justicia que más se han expuesto profesional y personalmente persiguiendo la corrupción. El Congreso desata una cacería de brujas contra quienes trabajaron con y para la Cicig. Se suma la pasividad mañosa de Consuelo Porras en el Ministerio Público. A una voz, el Pacto de Corruptos busca retroceder los avances de la justicia guatemalteca de la última década.
Benowitz profundizó el cuadro dantesco. Como asesora en reforma judicial apostilló: las comisiones de postulación no funcionan. Hay mejoras posibles a corto plazo, como exigir estados de cuenta a los aspirantes y preguntarles si han debido recusarse en casos de alto impacto. Pero no se hacen porque no hay voluntad política. Y Consuelo Porras desaprovecha deliberadamente los instrumentos que ya tiene el Ministerio Público. Ella no es de fiar.
McFarland resumió el problema —que aquí llamo infernal— como una paradoja. Mejorar el sistema que atrapa a Gálvez y Aifán, reformar la justicia, depende de la misma gente que se beneficia de mantenerlo como está.
Escapar ese dilema exige abandonar el supuesto de que hay una sola Guatemala y que el Estado guatemalteco la representa. Entendamos: el Estado guatemalteco, ese que detenta ley, instituciones y presupuestos públicos, es un Estado perverso (en cursiva, porque importa). El Estado guatemalteco es epítome del Estado granuja. Tiene ciudadanía granuja, como exmilitares y narcos que depredan el erario; ingresos granujas, como el de la élite que empoderó al FCN y a Jimmy Morales; valores granujas, como la mezcolanza de conservadurismo, religión y soberanismo con que azuza a sus seguidores; y autoridades granujas, como Arzú hijo en el Congreso o el propio Morales. Es el Estado que acaba de celebrar la independencia atrincherado en la Plaza Central.
Ese Estado perverso se vio amenazado cuando la sociedad y la comunidad internacional quisieron modernizar la justicia. Hoy, que puede, busca hacer ilegal a quien no se le alinee.
Aifán y Gálvez lo sufren de cerca pero son quienes menos pueden verlo, porque viven dentro del monstruo. Hoy son perseguidos, pero, como servidores públicos de carrera, son a la vez empleados y prisioneros de las instituciones que los persiguen. Ese asedio no es una manipulación de pocos. Nunca hubo un Estado guatemalteco bueno que se corrompió o fue cooptado. Lo que hay es un Estado perverso que se vio amenazado por la Cicig y ahora intenta recuperarse. Ese Estado perverso hoy disciplina a quien quiso hacer justicia. Porque lo que el Estado guatemalteco procura no es justicia, sino privilegio.
Benowitz en cambio lo tiene claro. Explica: conseguir jueces y magistrados probos exige que no los escoja el Estado guatemalteco. Justifica acotar la soberanía e internacionalizar la selección con postuladores externos. Ella goza de una ventaja entre los panelistas: no tiene vela en el entierro. Examina al Judicial guatemalteco como quien revisa una placa de Petri y propone el antibiótico para acabar con los bichos que han crecido.
McFarland está a medio camino. Sus respuestas ilustran lo que falta —y sigue sin pasar— para reconocer al Estado perverso como es: enano, deforme y malicioso. Anticorrupción y justicia necesitan ir juntas, asegura. Implica que Trump se perdió persiguiendo migrantes cuando había cosas más importantes que hacer. Tiene razón. Pero como embajador de Estado y ahora de empresa quiere construir esa anticorrupción y justicia de la mano del Estado guatemalteco (que, le recuerdo, es un Estado perverso). Es como pedir al lobo que sea vegetariano. Remata con el miedo atávico: podríamos empoderar un nuevo Chávez. Aunque ya hayamos empoderado un nuevo Orbán, igualmente nocivo en su autoritarismo. El temor no deja denunciar al Estado perverso y abrazar a la atribulada ciudadanía. Eso confunde populismo con popular e intenta reparar un Estado que debe ser arrasado hasta el suelo. Sí, necesitamos ayuda y urge diálogo. Pero para una tarea tan difícil como impostergable: acabar con lo que hay y construir algo enteramente nuevo, sin causar innombrable sufrimiento.
1El título original en inglés fue: Judicial Uncertainty: The Future of Accountability in Guatemala.
Ilustración: «Anciano en pena» (1886), de Vincent van Gogh.