Es fácil perderse denunciando los sindicatos como enemigo público. La semana pasada, María del Carmen Aceña afirmó sobre los sindicatos magisteriales: «… en el sector público no tienen ya razón de ser. Son funcionarios al servicio de la población y se han convertido en buscadores de renta personal».
No cuesta entender su encono, aunque la misma expresión podría aplicarse exactamente al Cacif en las juntas directivas públicas. Como ministra, le hizo guerra al cuestionable Joviel Acevedo. Casi ganó, solo para ver desandados sus esfuerzos apenas salió del poder. Y tenía razón: la extorsión política en nombre del sindicalismo daña al erario nacional, al magisterio y sobre todo a los estudiantes.
Pero su receta expresa un problema de fondo. Al prescribir la desaparición de los sindicatos como solución al problema que es Joviel propone acabar con la oposición antes que reconocer a un contrincante. Menos aún busca fortalecer un contrapeso. Porque la vida puede entenderse como guerra, mercado o subibaja, y de cómo la veamos dependerá cómo la enfrentemos. Partamos, pues, de algunas definiciones.
Primero, enemigo es el contrario en guerra. Así sea de balas, de palabras o de ideas. Al enemigo lo elimino, como recomienda Aceña. Será eficaz, pero nunca bonito. En cambio, contrincante es con quien compito. Queremos lo mismo, pero rivalizamos por conseguirlo. Esto subyace al comercio, al genial engaño de comprar barato para vender caro, a la transmutación del egoísmo en bien común en el mercado. Es el ideal libertario y, más ampliamente, la receta del capitalismo.
Finalmente, contrapeso es algo o alguien puesto en la parte contraria a nosotros para quedar en equilibrio. Pero, como el subibaja en el parque, no funciona con solo un jugador. El contrapeso es la apuesta de la democracia liberal.
Siendo justos, malinterpretar al contrincante como enemigo no es particularidad de Aceña. Es apenas síntoma del prejuicio de la élite económica. Lo vemos igualmente en el ataque de la Cámara de Industria contra la Gremial de Editores por controlar la Feria Internacional del Libro (Filgua). Por admisión propia, no quieren tanto apropiarse de la marca largamente cultivada por los editores como excluir libros y editores que digan cosas diversas. Más que a un mercado de ideas o a una arena de debate, aspiran a un monólogo en el que ellos dan instrucciones y el resto hacemos caso.
Más que a un mercado de ideas o a una arena de debate, aspiran a un monólogo en el que ellos dan instrucciones y el resto hacemos caso.
Tenemos una élite que quiere una sociedad con un solo lado: solo mestizos, solo cristianos, solo conservadores, solo empresarios, solo heterosexuales. Por eso caen sus miembros en tanta inconsistencia: porque el mercado que dicen promover requiere competidores. Y la democracia liberal que dicen abrazar no solo admite contrapesos, sino que los exige para funcionar. Veinte años de paz no han alcanzado para que se atrevan.
El virus excluyente contagia todo en la élite. Vea a Dionisio Gutiérrez desde su podio mediático: «Cicig debió evitar que sus acciones se interpretaran como elementos de una agenda política y, en lugar de dejar pasar meses de inacción, debió presentar los casos de gran corrupción sobre los que creó gran expectativa». Equivocado por partida doble porque la justicia siempre es política: aplica las reglas por el poder o contra el poder. Y sobre todo porque el pecado nunca perdonado a la Cicig no es el retraso en perseguir casos de gran corrupción —que sí lo ha hecho—, sino haber mostrado que hay malos de ambos lados. Que es el punto de partida para admitir que también hay buenos de ambos lados.
Así se aclara también por qué la élite económica se alía con los corruptos en gobierno. Porque entendemos que los mafiosos quieran deshacerse de la Cicig: les urge evadir la justicia. Pero encuentran eco en una mentalidad elitista, que incluso infecta a la clase media. No alcanzan a reconocer que puede haber sociedad sin guerra, construida con contrapesos incluso más allá de la competencia del mercado.
Luego esa misma élite se pregunta perpleja —en los Enade, en talleres y en columnas de opinión— por qué aquí nada funciona. No se atreven a reconocer que su eje tiene una sola rueda. Han querido un coro con una sola voz, un matrimonio con un solo miembro, tener siempre razón y poder. El resultado es la carreta ladeada, el canto aburrido, el novio abandonado, el problema inexplicado: es un desastre que los poderosos construyeron solos.
Si quieren progreso, tendrán que correr un riesgo radical. Tendrán que dejar de ver a sus contrincantes como enemigos. Tendrán que entender que necesitan contrapesos para construir desarrollo. Que solo con disenso se encuentra la verdad.
Ilustración: Protesta (2024), Adobe Firefly