La fila de autos no camina y la espera se ha vuelto insoportable. Sentado tras el timón, usted maldice y se suma al coro de bocinazos. Aun cuando sabe que no sirve para nada, al menos se saca de encima el enojo.
Qué ha pasado, pregunta desde el auto a un transeúnte que fue a investigar. Resulta que un taxista zonzo intenta dar la vuelta en u y volver por el mismo callejón estrecho. Ni alcanza a girar ni podrá regresar si completa el giro. Pero ha conseguido detener a todos los demás vehículos que quieren avanzar.
Esta fábula, penosamente familiar en el inmóvil tránsito nacional, sirve para encuadrar lo que ocurre hoy en la política. Llevábamos años caminando por una mala ruta, sin señales ni certeza del destino. Casi un despeñadero. Llegó el 2015 como una encrucijada y se abrió la oportunidad de escoger mejor. «A la justicia y el desarrollo, 25 años», dice el rótulo en la bifurcación que tomamos decenas de miles de personas entonces. Por una vereda angosta y con inconvenientes, pero que encamina al destino deseado.
Hoy resulta que el piloto de alquiler al que se le encomendó conducir el vehículo del Estado es tan mediocre en esto como en la comedia que hacía antes. Insiste contra toda sensatez en regresarnos al pasado. Chambón y malicioso, gira y topa con el bordillo adelante. Retrocede y topa con el bordillo de atrás. Ni camina para adelante ni alcanza a dar su torno perjudicial mientras estorba el paso de todos los que queremos algo mejor.
Sus pasajeros no ayudan. ¡Dele, dele!, aconseja desde el asiento de atrás el entrometido piloto a la sombra, ese mercantilista que se hace llamar empresario, cuando el inútil conductor hunde el pie en el acelerador y abolla las relaciones internacionales. Como siempre, sin poner las manos en el timón ni pagar la gasolina, el rico y miedoso pasajero quiere decidir qué se hace. Aunque la mayoría de los empresarios no estén en el auto con él, sino detrás, en la larga fila que no camina.
¡Dele, dele, hermano!, sentencia también en el asiento de atrás el pariente que le hace las gundas en todo al taxista chambón. Desde que se dedicó a pastor, descubrió que «a Dios rogando y con el mazo dando» puede tener más de un significado. Ya no sabe si dar más tiempo a la oración o al mazo.
¡Dale, dale!, insiste con aliento hediondo el amigote que viaja en el asiento delantero. Militar deshonrado, con el quepis torcido, cada vez que maneja termina estrellando el auto. Y sin embargo alardea. Imaginen lo que haría con una tanqueta en este tránsito, dice.
¡Dele, dele!, corea desde la acera un peatón, dando su inservible ayuda aunque ni siquiera sabe manejar. Es un cuidacarros que vive de amenazar a quien busca estacionarse. Gracias por la desgracia, pensamos siempre que nos ofrece sus inútiles servicios, con tal de que no nos dañe el auto. Como aquel sindicalista que vive de la extorsión y vende su comparsa de ocasión al mejor postor mientras desacredita al magisterio y arruina el futuro de los chicos.
¡Quítese del camino y deje pasar!, le gritan desde otros vehículos. Mejor permita que otra persona conduzca, agregan unos pocos.
El inepto que conduce pensó que dedicarse a taxista sería la mejor forma de cortar camino hacia la riqueza. Recuerda aquella tarde en un bar cuando, entre aguardiente, jocotes y sal, haciendo muecas por lo amargo, lo convencieron un par de compas, dueños de empresa de seguridad, que por hacer este viaje le darían mucha plata. No le hablaron de los bocinazos, los reproches y las instrucciones en conflicto.
¡Quítese del camino y deje pasar!, le gritan desde otros vehículos. Mejor permita que otra persona conduzca, agregan unos pocos. O simplemente siga derecho hasta que encuentre una salida como Dios manda, sugiere razonable un visitante con acento colombiano. Pero el taxista ofuscado se ensaña con el colombiano y lo insulta. ¡No se meta! Teme que descubramos que tiene la licencia vencida. Ahora solo quiere salir de allí, huir en carrera antes de que llegue la policía de tránsito. No sea que encuentren lo que lleva en el baúl.
Ilustración: Tránsito (2024).