Es muy positivo el lanzamiento del Frente Ciudadano contra la Corrupción. Aplaudo sin reservas esta manifestación amplia de rechazo a la corrupción y de respaldo al Ministerio Público y a la Cicig. Me alegra ver en una sola tarima un grupo tan diverso y me sumo a su lucha.
Por supuesto, no ha faltado quien rechace la iniciativa, ya porque la impulsan empresarios cuestionables y tardos en apuntarse, ya porque tiene miembros de la izquierda. Pero la política es hacer alianzas improbables. Y la buena política las hace para conseguir los mejores resultados. De modo que, si la intención es luchar contra la corrupción, enfermedad que afecta a todos, por supuesto que reunirá un grupo diverso y disonante.
Sin embargo, respaldar y congratular no es ignorar las debilidades, que son de fondo. Me atrevo a poner mi grano de arena, aunque quizá caiga en el ojo.
Parto de las formas, ya que son notorias. Sobre todo porque revelan los implícitos de la acción. Para mejorar no basta voluntad. Hace falta cambiar lo que ni siquiera hemos reconocido.
Lo obvio son dos horas de peroratas, cuando sesenta minutos sobraban para lo que tocaba: pedir perdón por la patria desvencijada que se entrega a los jóvenes (indispensable aporte de Pedro Lamport, que se consagró como el hombre de la jornada), denunciar las maquinaciones del gobierno impresentable, dar un espaldarazo al MP y a la Cicig y suscribir la infaltable carta que valdrá poco si no se traduce en acciones que cuestan. El discurso largo no se perdona. Y si la ponencia es del rico, poderoso y blanco, aún no empezamos a cambiar. El aporte del hombre de la jornada se diluyó en su propia verbosidad.
Si no enfrentamos la exclusión, abordaremos la corrupción con alguna eficacia, pero con el tiempo volveremos al problema.
Luego, lo importante: la ofensa no intencional, pero que va al hueso. La maestra de ceremonias presenta a Pedro Lamport, Helen Mack, Estuardo Porras Zadik, Lenina García. Todos mestizos, urbanos, nombrados. Y «dos representantes de los pueblos indígenas» (Miguel de León y Rigoberto Juárez): anónimos, colectivos. Siempre como contrapunto. Pero son el cabo suelto por el que se deshará el tejido a menos que alguien se atreva a remendarlo.
Porque a la intención positiva del frente la acecha el lobo de nuestros viejos pecados. Lamport empezó su historia de nuestra corrupción apenas con Ydígoras Fuentes. Justificó la mafia que nos ahoga como fruto del enfrentamiento armado. Eso es como atribuir a la pintura el acabado de la pared.
Cualquiera que ha pintado un muro áspero sabe que toma más pintura que uno liso por las irregularidades de la superficie. Esto no depende de la calidad de la pintura, y siempre gastará más quien no invierta en alisar el repello.
Igual aquí: la corrupción es la manifestación más reciente de algo más profundo. Es la desigualdad —y el racismo, que propone que una gente es mejor que otra— el germen de nuestros males, incluyendo ahora la corrupción. Porque, en la democracia, la corrupción resultó ser el método para concretar el beneficio de los pocos. Antes, el autoritario tirano la hacía innecesaria. Él no necesitaba hacer trampa porque el sistema mismo era la trampa. Pero, si hoy rechazamos la corrupción en serio, tocará abrazar la democracia en serio. Y si no enfrentamos la exclusión, abordaremos la corrupción con alguna eficacia, pero con el tiempo volveremos al problema.
Porque podrá no haber corrupción, pero igual mutará el problema al tema del momento. Lo que hay en el fondo es un Estado para pocos, del que se sirven los menos a costillas de los más. Con Ubico fue la injusticia del trabajo forzado. Con Estrada Cabrera, venderse a la United Fruit Company. En 1871, liquidar finalmente los pueblos de indios en beneficio del latifundio. Y así en la historia siempre, regresando al pecado original, al Estado que excluye. Sobre todo, a la miseria de quienes no son ciudadanos de pleno derecho, sino simples inclusiones «pegadas con chicle», al decir de De León.
El frente arranca con palabras valerosas e intenciones ambiciosas, pero para conseguirlas no basta más de lo mismo, que es deshacerse —por la buenas o por las malas— de otro gobierno venal. Quienes quieran liderar nuestra historia tendrán que asumir un costo que va más allá de resistir al artero Morales y a sus aliados maliciosos. Tendremos que admitir que los pueblos indígenas, muy decorativos en primera fila, anónimos en su presentación, música de fondo cuando mujeres, tendrán que ser tan dueños del Estado como el blanco, alto y rico empresario. Asusta a los poderosos organizadores, pero es indispensable.
Ilustración: Esos (2024), Adobe Firefly