Sociedad corrupta

Se armó la de Troya. Anders Kompass, embajador de Suecia, dijo que para combatir la corrupción necesitamos «medicina fuerte».

Ante el reporte inexacto, amigos y enemigos malinterpretamos que se refería a la nuestra como una «sociedad corrupta». Saltaron inmediatamente los seculares y fascistas promotores del malhadado honor patrio. Otros, queriendo rescatar nuestra dignidad buenchapina (usando el sardónico pero preciso término de Juan Pensamiento), señalaron que no puede condenarse a toda una sociedad cuando el problema es de instituciones.

Finalmente resultó que Kompass nunca dijo lo atribuido: no somos una sociedad corrupta, sino que nomás tenemos instituciones corruptas. Y la mayoría condena la corrupción, pero no tiene más remedio que portarse corrupta.

¡Fiu! Menos mal. Basta cambiar las instituciones para acabar con la corrupción.

Lamentablemente, la ciencia no da razón para tal alivio. Porque una cosa dice Kompass, otra quizá querrá decir (o generosamente calla) y una tercera entendemos. Pero en última instancia es la práctica —llamémosla realidad social— la que se desarrolla a su propio modo nos guste o no.

Explico. A nuestra escala en el cosmos, primero están los fenómenos naturales, esos que pasan y punto. Aunque Trump niegue el cambio climático, igual el clima se torna inestable. Porque la insensatez redomada le es irrelevante. Basta guardar registros cuidadosos y consultarlos para salir de dudas.

Luego está la sutil interfaz entre naturaleza y cultura, esa que llamamos psicología. Podemos negar o afirmar que Guatemala tiene una sociedad corrupta. Pero la psicología humana es medible y predecible. Kahneman, por ejemplo, ha dedicado la vida a documentar las intuiciones que acatamos, razonables o no, porque así está armado nuestro cerebro. Y Harari ha precisado nuestro superpoder: lo que mejor hacemos los humanos es contar cuentos. Así nos metemos en la cabeza de los demás y conseguimos que sigan nuestras instrucciones, razonables o no. Desde religión hasta política, esto permite coordinar a dos, diez o un millón de personas.

Eso significa que las instituciones, justamente implicadas por Kompass en la corrupción, no existen allá afuera, independientes. Existen porque, entre todos y a la vez, creemos en ellas. Así cayó el muy constitucional presidente Pérez Molina: porque juntos y a la vez dejamos de creer en su presidencia. ¡Y él también lo creyó! Por eso siguen el trastabillante Morales como presidente y una caterva vulgar como Congreso: porque no somos suficientes los que terminamos de creer que no lo deban ser. Y ellos tampoco lo aceptan.

Las instituciones no existen allá afuera, independientes. Existen porque, entre todos y a la vez, creemos en ellas.

Entonces, por más que lo evadamos y porque el mismo Kompass lo termina afirmando, no se tiene corrupción a la escala nuestra sin «sociedad corrupta», entendida como aquella cuyos miembros juntos creen que tal corrupción es inevitable, incluso necesaria. Basta ver sociedades donde la corrupción es menos prevalente: no es la certeza de la captura y el castigo la que desalienta la corrupción, que la policía nunca está en todas partes a la vez. Son la fe en la eficacia de la denuncia y el temor a la certeza del castigo los que garantizan la buena conducta. Ambos están primero y sobre todo en las cabezas de los ciudadanos, que los aprendieron desde chicos, no en independientes instituciones. Excepto si tomo un palo y le doy impensantes porrazos al vecino, poder, derecho y justicia son primero magia verbal. Solo después son eficacia material.

El padre que paga un soborno buscando justicia para su hijo en tribunales podrá no tener «otra alternativa». Pero el argumento se desbarata cuando una madre no ceja en buscar justicia sin soborno, así le acarree costos. No porque esta sea mejor persona que aquel, que no viene al caso, sino porque ambos ilustran que la corrupción está, primero y sobre todo, en sus cabezas.

Todo esto importa por las intervenciones que suscita. Si la corrupción depende de instituciones allá afuera, basta ajustarlas, como tarea técnico-jurídica, para resolver el problema. Y puedo seguir yo como siempre: olvidando dar factura, saltando el turno en la fila, pasando el semáforo en rojo, mintiendo para justificar mi llegada tarde, satisfecho. «Yo no veo un presidente corrupto», dijo Felipe Bosch en la pasada Enade. Precisamente porque así no necesita verse corrupto a sí mismo. Por ese camino no necesitamos admitir nuestra sociedad corrupta y podemos quedarnos tranquilos con obscenidades como la nueva directiva del Congreso.

En cambio, si la corrupción es parte y manifestación de una matriz de historias que hoy nos hacen guatemaltecos, entonces erradicarla exige cuestionarnos, contar otros cuentos. Asusta, pero es necesario: contar una historia nueva, creerla y vivirla tendrán que ir juntos de la mano o no serán sostenibles.

Ilustración: Restregar (2024), Adobe Firefly

Original en Plaza Pública

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