Clase media: una masa móvil que hoy se sume en la angustia por aspirar entre iPhone y justicia, que complica la vida de los gobernantes, y en Latinoamérica marca el signo de los tiempos.
No pasaron ni tres semanas para que al otro lado del globo, esta vez en nuestro continente, fueran convocadas multitudes brasileñas, enormes como su país. En ambos casos la queja puntual −por la defensa de un parque en un caso, contra un incremento en el costo del transporte público en el otro− fue atendida con una respuesta policial. Como corolario, aumentó rápidamente la indignación ciudadana y se multiplicaron las causas, que traían como signo común la frustración: contra los recortes a las libertades civiles en Turquía, contra la burocracia inoperante en Brasil, contra la corrupción en ambos casos.
Julio trajo noticias más siniestras, pues con cada día perdía más el rumbo la “Primavera Árabe” en su versión egipcia. El tira y encoge entre los activistas de la Hermandad Musulmana y el pretoriano ejército egipcio iba regando por el camino una sola certeza: más muertos.
Por supuesto hay diferencias entre Brasil, Turquía y Egipto, pero parecen más consecuencia de las apuestas políticas de las autoridades que de la protesta misma. Mientras Erdogan, fiel a su endurecimiento conservador entra con los tacos por delante, Rousseff asume un tono más conciliador. El modulador está en la definición de la violencia a ser reprimida. Para la Presidenta brasileña es estricta −no se tolerará el daño a las personas y la propiedad− pero el Primer Ministro turco se receta una versión laxa, donde estar contra su voluntad es hacer violencia. Los generales egipcios simplemente preguntan: ¿cuál violencia?
Éstas no son manifestaciones como las que vieron nuestros padres y abuelos. No marchan los campesinos desposeídos ni los obreros fabriles del pasado, cada vez más anacrónicos en la creciente “economía del conocimiento” global. Hoy protestan los urbanos empleados de oficina y los profesionales jóvenes. La madeja que vemos enredarse en Estambul y Río arrancó hace más de dos décadas, con el tintineo de llaves en Praga y los abucheos a Ceaușescu en el ya lejano 89; pero se entrelaza con Tiananmen, en el parque Zucotti, en las calles de Teherán, Madrid y Moscú. Se perfila cada vez más como la lucha por definir la frontera entre poder y gobierno por un lado, libertad y ciudadanía por el otro, pero bajo reglas nuevas. Esto no es lucha de clases, porque a los actores no les alcanzan las definiciones viejas con respecto a la tenencia de los medios de producción, y nadie sabe con certeza cuáles serán las “clases”. Aún. Es la historia −de las ideas tanto como del poder− que se desenvuelve frente a nuestros ojos.
En todo esto jugará un papel creciente el “jamón del sándwich”: ese actor que a falta de nombre mejor, llamamos clase media. Una masa móvil que hoy se sume en la angustia existencial por aspirar entre el iPhone y la justicia, que complica la vida de los gobernantes, y que en Latinoamérica en particular marca el signo de los tiempos.
Mientras tanto −y al fin aterrizo− aquí como clase media seguimos invisibles: apenas un par de cientos de personas son la medida del compromiso. La pregunta es obligada: ¿por qué? Basta darse una vuelta por las redes sociales para percibir los muchos reclamos de la clase media. Pero las voces de queja no se convierten en acciones de protesta. Aquí los únicos que protestan, siguen siendo proletarios en el sentido más clásico.
Para entender no basta ya apelar a la represión de las décadas pasadas. Ella podrá dar cuenta de las causas antiguas, pero se queda corta para aclarar la dinámica actual. Tendremos que buscar razones más inmediatas en la escasez: aquí la clase media sigue siendo pequeña en número y riqueza, por ello incapaz de concitar una masa crítica de agentes políticos. Tendremos que reconocer la fragmentación: la violencia política de la guerra sí, pero también la común del crimen y el narco, nos han dejado un caudal enorme de desconfianza mutua. Finalmente, tendremos que admitir la alienación: al conservadurismo que hoy hasta los conservadores cuestionan, hemos agregado la construcción de una identidad predicada sobre no ser nosotros. Viviendo mutuamente de espaldas, no vemos causa común por la que valga la pena exponerse, por la que valga la pena salir a la calle.