Los que quieren el poder se han acostumbrado a que para gobernar, lo que toca primero es salir a buscar el dinero, en vez de salir a buscar el voto.
Dos cosas definen quién llega a controlar el gobierno en una democracia: los votos que ganan las elecciones, y el dinero que paga las campañas.
A veces parecen lo mismo: el dinero puede comprar votos y los votantes financiar a un candidato. Sin embargo, tienen naturalezas muy distintas. Mientras la riqueza puede estar en manos de muchos o de pocos, el voto en una democracia liberal está extensamente diseminado. Por definición y en sentido práctico, no depende de una sola persona.
A pesar de ello, hay al menos tres razones por las que nos hemos acostumbrado a pensar que quien tiene el dinero, tiene los votos. La primera es nuestro viciado sistema electoral y de partidos políticos, que premia con visibilidad al candidato que tiene más recursos. La segunda es consecuencia práctica de ese vicio institucional: al menos desde la elección de Berger hemos visto ganar la votación al candidato que invirtió más en publicidad, sin importar la calidad de su oferta. La tercera es corolario desesperanzado de esa experiencia: al igualar dinero con votos, ciudadanos y candidatos por igual hemos renunciado al intento por movilizar votos si carecemos de dinero.
El año pasado comenzó a cobrar visibilidad el esfuerzo de una variedad de actores de sociedad civil y algunos –pocos− políticos partidistas por cambiar la Ley Electoral y de Partidos Políticos (la “LEPP”). Sus propuestas buscan equilibrar las oportunidades electorales para todos los candidatos y hacer más transparentes sus finanzas, poniendo techos al gasto de campaña, publicando las fuentes de financiamiento privado de los partidos y distribuyendo dineros públicos equitativamente entre los partidos para dar oportunidades a los más pequeños.
A pesar de lo valiosas que resultan, dichas iniciativas no han prosperado. Los partidos mayoritarios en el Congreso están conscientes de que no les conviene. Así que seguimos sin reformas a la LEPP. Sin embargo, no se engañe: aún regulado, el dinero siempre encuentra formas de fluir en los entresijos que deja la ley, para ejercer su influencia. Recortar los gastos de campaña, tanto como concentrar el debate en identificar el número ideal de diputados, es fijarnos en las consecuencias más que en las causas. Regular el poder del dinero en la política ayuda, pero no resuelve. El contrapeso al dinero no es la ley, sino el voto. Aquí está la clave.
El elemento faltante en nuestro sistema electoral es el ejercicio de ciudadanía. No importa si el techo de campaña es de mil quetzales o de un millón. Con lo que haya, siempre ganará el candidato con más dinero, salvo que el electorado se movilice por organización e intereses compartidos, más que por publicidad, regalos de campaña y tratos entre caciques. Por ello debemos temer más a quienes callan la voz de los ciudadanos −sea en un juicio malogrado, en una comunidad rural desoída o en una campaña de sensibilización gay que se ve estorbada− que a la comercialización electorera. La tarea urgente es el empoderamiento ciudadano, tanto o más que la regulación del dinero.
Los que quieren el poder se han acostumbrado a pensar (¡y con razón!) que para gobernar basta con salir a buscar el dinero, en vez de buscar el voto. El aspirante arma su “Partido Caciquista-Electorero, S.A.”, consigue financiadores (con frecuencia creciente en el crimen organizado), y sólo entonces apela al electorado en su calidad de consumidor del producto anunciado. Éste es el poder del dinero.
Igualmente, los ciudadanos nos hemos acostumbrado a pensar (¡sin razón!) que nuestro papel es pasivo. Como ahora, cuando algunos comienzan ya a publicar sus quinielas políticas, nos sentamos a esperar que las diversas empresas electorales, ya financiadas, anuncien su mercancía, para tomar una decisión de compra. Esto es cómodo, pero terriblemente dañino.
No podemos reducir nuestro papel al de consumidores pasivos de ofertas electorales, como si se tratara de comprar detergente. Usted y yo somos ciudadanos con derecho a escoger y ser escogidos, respondiendo a nuestras necesidades, no simplemente bailando a la voluntad de quien tiene más dinero. Pero esto requiere responsabilidad y atrevimiento para lanzarnos a la organización y la movilización. Éste es el poder del voto.