Verdad, religión y ejército

A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué.

La verdad es la materia prima de la religión. Para dar recomendaciones sobre cómo vivir, las religiones plantean explicaciones sobre cómo piensan que son los asuntos de los dioses y de nuestra relación con ellos.

Hoy nos hemos acostumbrado a religiones que se quedan en asuntos del espíritu. Pero en el pasado pretendían también dar explicaciones sobre la realidad material. Obispos y teólogos opinaban sin empacho acerca de si la Tierra estaba en el centro del universo o no. Aún hoy algunas religiones procuran prescribir —a sangre y fuego si hace falta— el largo del pelo, lo que se puede comer, lo que se puede dibujar y hasta quién puede tener sexo con quién.

Sin embargo, sobre todo a partir del siglo XVI en Europa, la ciencia destronó a la religión en los asuntos materiales por una sencilla razón: en este ámbito, las explicaciones de la ciencia funcionan mejor que las de la religión. A pesar de esta obviedad, algunos se resisten aún hoy. ¿Por qué?

Véalo desde el punto de vista del eclesiástico o del teólogo. Especialmente las grandes religiones monoteístas han hecho una apuesta sobre la verdad: aseguran que les ha sido revelada. Cuando el principal insumo del negocio es la verdad venida del cielo, no puede uno darse el lujo de estar equivocado. Entonces, la religión —cualquier religión— se ve en la necesidad de tener razón por decreto sí o sí.

Tomado ese paso, no queda más remedio que invertir el razonamiento y desarrollar cuentos de así fue: escogida la consecuencia, se buscan causas y explicaciones que casen sin importar lo que diga la evidencia. Cuando los datos no cuadran con la explicación, se desechan los datos porque el resultado deseado ya se tiene.

Sin embargo, no seamos tan rápidos en señalar a la religión, que esta lógica de así fue no se da solo en debates sobre ángeles y libros sagrados. En otros ámbitos más inmediatos (y por ello quizá más graves) también se practica. Un tema en el que hoy se manifiesta esa lógica perversa, que confunde fines con explicaciones y desprecia datos, es el caso del Ejército en nuestro país. Hoy queda poca duda de que nos toca revisar y reformar nuestro Estado. Pero hay quienes, ante las preguntas esenciales —qué instituciones necesitamos, cómo deben ser, para qué nos sirven, por qué y cuáles ya no tienen sentido—, al llegar al caso del Ejército, abdican del uso de la razón. Parten entonces de la apuesta axiomática de que el Ejército es necesario sin más demostración de su necesidad, ignorando la evidencia en contra y desoyendo cualquier razonamiento al respecto.

A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué. Poco importa la obviedad de que es un pozo sin fondo que se traga los recursos del Estado mientras que a otros sectores les falta plata. Se ignora la evidencia investigativa y jurídica que demuestra incontestablemente el papel militar en atrocidades innombrables e injustificables durante la guerra. Aunque la institución militar siga sin admitir los crímenes. Más aún sin procesar ella misma a los responsables. Ignoran los que han tomado partido por el «necesitamos Ejército» el hecho constitucional y la evidencia práctica de que las tareas de seguridad interna corresponden a la Policía y aplauden que el Ejército usurpe funciones de otros sectores, por ejemplo construyendo mobiliario escolar. Ignoran que movilizar soldados para atender desastres naturales denota falta de planificación más que idoneidad.

Llega esa lógica torcida incluso a extremos absurdos. Me argumentaba un conocido que debemos conservar el Ejército para participar en misiones internacionales de paz. Con saltos lógicos como ese, que deja tantos elementos sin conectar, sería también prioridad tener un equipo de investigación polar y exigir una silla en el Consejo Ártico.

Hace poco más de tres siglos le tocó a la sociedad europea llegar a la adultez intelectual, admitir que las explicaciones hermosas pero imprecisas de la vieja religión no daban cuenta de los hechos, que las personas debían hacerse responsables de las consecuencias —negativas tanto como positivas— que desencadenó el pensamiento científico.

Hoy enfrentamos aquí un reto similar. Como sociedad debemos llegar a la adultez ética y política, admitir que el Ejército, una institución orgánicamente imbricada en el viejo orden exclusivo, violento y corrupto, ya no tiene lugar razonable en la construcción de nuestro futuro. ¿Seremos suficientes los que estemos dispuestos a asumir esa adultez para insistir en su transformación radical, cuando no su desaparición, o tendremos que seguir, eternos aniñados, viviendo bajo su tutela y su opresión?

Original en Plaza Pública

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