Hablar de valores, así nomás, es como hablar de cacerolas en la cocina. Sin explicaciones, es mencionar los recipientes sin tratar sobre los ingredientes.
Con regularidad escuchamos que los valores son necesarios para rescatar al país. “Educación en valores” o “gobernar con valores” son fórmulas ya usuales en los discursos.
El Currículum Nacional Base, que rige en las escuelas, propone la educación en valores para “sentar las bases para el desarrollo de las formas de pensamiento, actitudes y comportamientos orientados a una convivencia armónica…”. Hace un año, el Cacif publicó un cuadernillo con una nota sobre “Saber vivir los valores de siempre”. Como ejemplo también, la Universidad del Istmo ofrece una Maestría en Valores, cuyo objetivo es “[p]rofundizar en la formación y aplicación de los valores con el debido fundamento ético, antropológico y axiológico”.
El problema es que el término valor no dice nada en sí mismo. El diccionario le da 13 acepciones, aunque aquí me refiera a la décima de ellas: “[c]ualidad que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo cual son estimables”.
Entonces, hablar de valores, así nomás, es como hablar de cacerolas en la cocina. Sin explicaciones, es mencionar los recipientes sin tratar sobre los ingredientes. No es que no importen, todo lo contrario. Pero debemos explicitar aquello que valoramos, pues sospecho que muchas llamadas a ejercitar “valores” esconden esfuerzos por formar a los muchos en los intereses de los pocos. Así que para su lista comparto algunos bienes estimables. No serán los únicos, pero al menos prometo no decir libertad, democracia y paz.
Equivalencia. Hablando de valor, absolutamente todos valemos igual. Riqueza, pobreza, idiotez o genialidad, amistades o soledad, no son sino accidentes. Al reconocer méritos, pedir cuentas o exigir castigos, entendamos que aquellos califican, pero no restan ni agregan, a nuestra común humanidad. Por eso merecen iguales oportunidades el pobre que el rico, igual justicia los ixiles, Barreda, Siekavizza, Ríos Montt y un marero.
Secularidad. Podrá haber un Dios. Podrá preocuparse personalmente porque un adolescente se masturba. O podrá ser todo una gran patraña. Pero seamos sinceros: los tiempos de la comunidad cerrada se han ido para siempre y en la sociedad de masas pesa poco lo que cada uno crea. Muchísimo daño hace insistir con violencia en asuntos que no tienen prueba.
Modernidad. El pasado habrá sido mejor, excepto para vivir en él. Hambre, ignorancia, enfermedad y fatiga para la mayoría fueron la condición histórica, sólo superables asumiendo las oportunidades y costos de la modernidad, especialmente de la ciencia y la tecnología. Somos demasiado numerosos y diversos, y nuestros problemas tan complejos, que es ingenuo añorar una vida rudimentaria.
Tolerancia al riesgo. La desgracia del conservadurismo no es volver al pasado. Ni siquiera es apostar por la élite. Su desdicha mayor es no encarar el riesgo del cambio. Si cambiamos, ¡por supuesto que algunas cosas saldrán mal! Pero si no lo hacemos, el mundo igual seguirá moviéndose y nos dejará por la vera. Tomemos al toro por los cuernos, antes que resistir con inútiles patadas lo que de todas maneras vendrá.
Responsabilidad. El desarrollo es difícil y las cosas no salen bien a la primera. Quienes niegan que haya errores en sus ideologías se engañan a sí mismos, más que a los demás. Vienen a la mente algunas organizaciones académicas y algún banco de desarrollo internacional, a quienes nunca les he oído una disculpa por su papel en nuestros fracasos pasados.
Propiedad limitada. Claro que nos gustan nuestras cositas. Así sea un iPhone, una casa, una mina, o un prado verde, una milpa y una cascada de agua clara. Pero lo material es notablemente más duradero que nosotros y pronto lo perderemos, aunque sea por morir de viejos. Sin aspavientos: garantizar la propiedad privada ofrece un valioso incentivo, pero sólo una doctrina simplona (o maliciosa) le atribuiría un papel fundante en su filosofía.
Solidaridad. Venimos al mundo solos. Cierto. Y la única razón por la que sobrevivimos es porque otros nos ayudan. Dar a los demás cuando lo necesitan y aceptar apoyo ante los retos, no son señales de debilidad sino de fortaleza. Es más difícil ceder espacio por el bien común, que encerrarnos en el egoísmo. Pregúntele a quien paga puntualmente sus impuestos.
No-violencia. Aquí ya demostraron izquierdas y derechas que aniquilar al contrincante es inviable. Los resultados están en el odio que dejó la guerra, más aún en la degradación que sigue manchando a represores, homicidas y a quienes niegan la violencia del pasado. En vez de un puño duro, recomponer esta sociedad exige líderes que ejerciten la firmeza de quien sabe detener su mano.