Una imaginación agotada

Al encumbrado G-8 debiera preocuparle la incapacidad de sus adláteres para incorporar la Guatemala que hay a la Guatemala que necesitan.

Imaginación y poder son ambos necesarios para cambiar. La imaginación inventa lo que hemos de buscar y el poder lo consigue.

En el poder no somos iguales, pues mientras el pobre quiere, es el rico quien puede. Sólo en una revolución de masas se manifiesta el poder entre los pobres: cada uno pone su poquito y el resultado es imperioso. Pero impredecible. En tiempos ordinarios, el poder lo tienen las élites, que controlan los recursos para convertir voluntad en hechos.

Esto es importante, pues tenemos una sociedad que se imagina distinta, pero con pocos recursos para lograrlo. La empleada de hogar que quiso ser psicóloga, hoy está por graduarse. El ingeniero de madre analfabeta hace aplicaciones para el iPhone. El diputado indígena afianza la justicia para todos. Muchos lo imaginan, pero pocos lo consiguen, porque faltan recursos.

Mientras tanto, a las élites, que sí pueden, se les ha agotado la imaginación. Una fatiga que en lo estético se traduce en adefesios sin amor propio. Un cansancio que ante un Estado que cruje y una sociedad con los nervios crispados necesita nuevas fórmulas, pero no las encuentra.

Recientemente en la TV, el entrevistador pregunta y el adalid de la élite arranca sofocando las opciones: “el desarrollo económico y la prosperidad no es [sic] un derecho humano, (…) la condición natural de la persona es la pobreza…”. Se atreve a decirlo cuando la mitad de los menores de 5 años tiene retraso en el crecimiento. Su oponente indígena aclara: no es lo mismo bienestar que riqueza, pero aquel sigue viviendo en 1947, negando oportunidades a los demás. Peor aún, dejando sin salidas a su propia clase.

El valor de la imaginación es obvio. La propuesta sobre legalización de las drogas, un destello creativo, un regalo inmerecido al régimen, convirtió de golpe el jardín cerrado de los gringos en terreno de juego para todos. Hasta un presidente inflexible quiebra cintura gracias a esa ocurrencia.

Por contraste, de tanto hablar solas, las élites se han convencido que lo único que necesitan para cambiar Guatemala es más de lo mismo. Y les está yendo tan mal. Los indígenas, los campesinos, los sindicalistas, las maras, las feministas, los narcos, los académicos y los nuevos ricos le comen las orillas a su pastel, pero arriba insisten en mezclar la misma receta a puro gold medal, nada de maíz.

Vea la ejemplar trampa en el caso de la Escuela de Gobierno. Una intención positiva (¿quién pelea con tener mejores funcionarios?) y legítima (mientras más escuelas de gobierno, ¡mejor!), se concreta con todos los vicios que debiera erradicar. Elitista, clasista, localista, excluyente, exclusiva, arribista, amnésica y malinchista. Sin historia ni memoria, se dice la primera, cuando apenas hace 8 años Berger hizo lo mismo, y el INAP sigue allí, sigue allí, sigue allí… ¿Profundizará las formas de administración indígena? ¿Por qué no está instalada en Chimaltenango o Totonicapán? ¿Superará las barreras económicas el funcionario apostado en El Tumbador para asistir a clases? ¿Les dará Harvard una administración pública para la diversidad cultural y la España de Aznar el ejemplo de buena gestión pública? Tantas preguntas, tan invisibles en un sitio de gente blanca, en el punto mágico entre Marroquín, Landívar y Del Valle.

Al encumbrado “G-8” debiera preocuparle la incapacidad de sus adláteres para incorporar la Guatemala que hay a la Guatemala que necesitan. Da pena ver a los señores del CACIF plantados, pidiendo borrón y cuenta nueva, cuando lo único incuestionable es una masa de querellantes que no son mestizos.

El problema de fondo en todos los casos es que no logran imaginar una Guatemala diversa, no cabe en su cabeza un Estado que refleje a la sociedad, aunque ya esté bosquejado en la Constitución y descrito en los Acuerdos de Paz. Por eso hace crisis la frontera entre el debiera ser agostado y colonial, y la realidad ruidosa, diversa y cansada de injusticia.

Truenan los conflictos mineros, más por el abuso de autoridad que contra la rapiña. Vuelve siempre la educación bilingüe, no por alambicadas teorías pedagógicas, sino porque aquí se hablan casi dos docenas de idiomas, entienda. Irritan los magistrados, más por la insolencia de su justicia dispareja que por el veredicto. Y la publicidad sigue sin rostros ni belleza indígenas. Aún hoy, los anunciantes no logran imaginar un consumidor que no sea blanco o mestizo. Aunque cada semana puntualmente les compre champú.

Original en Plaza Pública

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