Tres miedos

El miedo moral hace evadir la causa de la justicia, no alborotar las cosas. Que sean otros los que salgan a pelear la batalla en la calle, en los tribunales.

De niño siempre envidié a los compañeros que no temían a las alturas. Ésos que sin consideración se subían a la rama más alta del árbol o caminaban sobre el borde de la pared.

A la fecha sigo siendo inútil en esto. Extenderme sobre el balcón de un edificio alto me revuelve el estómago, aunque la razón me diga que la barandilla no me dejará pasar de allí. Para mi consuelo, con los años he descubierto que, comparados con el mío, hay miedos peores. Encima, miedos cuyas víctimas andan por el mundo sin siquiera admitirlo. Aparte de los miedos físicos, como el mío, hay al menos dos que preocupan más. Los llamaré aquí el miedo pecuniario y el miedo moral.

Miedo pecuniario es la resistencia casi visceral a desprenderse de la ventaja material, el dinero y la fortuna. No me refiero a la prudencia del que usa con cuidado los recursos; ni al temor del pobre, que viviendo al borde de la catástrofe, reconoce que hasta una pérdida pequeña puede ser la diferencia entre dar de comer a sus hijos o verlos pasar hambre.

Más bien me refiero a la resistencia del que, teniendo lo suficiente, no se anima a preguntar qué es lo peor que podría pasar si sacrificara su ventaja. Cuando un acomodado ciudadano se resiste con uñas y dientes a pagar más impuestos “porque se los pueden robar”, a pesar de ver el Estado en harapos, las escuelas sin techo y los hospitales sin medicina; eso no es prudencia financiera ni buen manejo de la hacienda. Eso es miedo pecuniario, simple y llano. Cobardía sería quizá un mejor nombre. Al fin, si sus ingresos lo ponen en el “uno por ciento”, ¿qué es lo peor que podría pasar si suben los impuestos que paga? Viajar una vez al año a Europa, en lugar de dos, no suena como una tortura insufrible. Y encima, con mayor razón, podría luego insistir en que los dineros pagados sean bien usados.

Ese mismo miedo pecuniario detiene a muchos en la clase media (aun siendo pocos quienes pertenecen a ella en Guatemala). A pesar de las muchas y urgentes necesidades de nuestra sociedad, tememos desprendernos del dinero y las cosas, comprometernos con una contribución significativa –cada mes, no sólo cuando se nos viene en gana– a una ONG o una entidad benéfica, y por supuesto, pagar todo lo debido al fisco. Siempre hecho bajo la excusa de que “se lo van a robar”. Esto es vulgar miedo pecuniario, que se aquieta con caridad ocasional, dando unos centavos al mendigo en la calle, o respondiendo a las “buenas causas” sólo por sentimentalismo.

Peor aún es el miedo moral. Éste hace callar lo que se piensa, más aún lo que debe decirse, “no vaya a ser que me echen el ojo”. Claro que en estas tierras tenemos una historia real de represión violenta, pero por favor, tampoco es que nos la estemos jugando como Fito Mijangos. El miedo moral hace evadir la causa de la justicia, no alborotar las cosas. Que sean otros los que salgan a pelear la batalla en la calle, en los tribunales.

Lo opuesto al miedo moral no es la “franqueza” grosera del que atropella desconsideradamente a los demás. Es reconocer que sin dignidad no tendremos justicia, sin justicia no habrá paz, y sin paz no habrá prosperidad. Miedo moral es no hipotecar un pedacito del interés propio en favor del bien de los demás.

Desafortunadamente, en estas tierras nos hemos convencido que el miedo moral es virtud. Nos regodeamos en la pésima manía de reprender la crítica. Decimos que hay que ser optimistas, pero detrás es otro el mensaje: “calla, no digas cosas incómodas, que haces visible mi miedo moral”. Resulta paradójico que sea también el miedo el que empuja a dar diezmos cuando la iglesia amenaza con el infierno, a financiar publicaciones que inventan conspiraciones terroristas donde lo que hay son reclamos por justicia, o denunciar campañas de sensibilización a la diversidad sexual. Pero la palabra clave, siempre, es el miedo.

Reconozcamos y luchemos entonces contra nuestros miedos. Algunos, como yo, tendremos que lidiar con el miedo a las alturas, o algún otro miedo físico. No sé si algún día me anime a saltar en paracaídas, o con un “bungee’’ desde un puente. Pero si no sucede, ¿qué más daría? Bastante más urgente resulta que superemos el miedo pecuniario, que nos cierra el puño ante las urgentes necesidades sociales (¡que terminan siendo fiscales!), y el miedo moral, que llama virtud a desentendernos de la justicia y desoír la diversidad. Cambiar exige admitir nuestros temores y, con ellos a cuestas porque no somos perfectos, tomar riesgos.

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Y ahora que no le he dejado más remedio que sacrificarse por lo bueno, ¿por qué no hacer un donativo al fondo de producción de Abuelos y Nietos Juntos: Two Generations Together, el proyecto documental más reciente de Luis Argueta (El Silencio de Neto, abUSados: La redada de Postville)? Lo que nos íbamos a gastar en cerveza o ropa este mes suena como una cantidad razonable para empezar.

Original en Plaza Pública

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