No me cabe duda: superar exitosamente los retos que enfrenta Guatemala pasará por reconocernos como sociedad multicultural.
El 31 de marzo recién pasado, Domingo de Resurrección, se cumplieron 18 años desde la firma del Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas.
El Acuerdo afirma: la “transformación comienza por un reconocimiento claro por todos los guatemaltecos de la realidad de la discriminación racial, así como de la imperiosa necesidad de superarla para lograr una verdadera convivencia pacífica” (cursivas mías). No me cabe duda que sus redactores acertaron: superar exitosamente los retos que enfrenta Guatemala pasará necesariamente por reconocernos como sociedad multicultural, y construir un Estado predicado sobre este reconocimiento.
Los problemas son obvios ya hasta para el menos entendido. A pesar de la ola de movilidad social que ha levantado las economías desde México hasta Brasil, Guatemala sigue entre los países más rezagados en Latinoamérica. La persistente desnutrición y el analfabetismo nos marcan como peculiarmente incapaces de mejorar. Los conflictos de tierras son una llaga que no sana, y se superpone como nuevo problema la falta de diálogo frente a la explotación del petróleo, la minería de metales y la energía hidroeléctrica.
De forma más coyuntural, el juicio de Ríos Montt muestra el enfrentamiento que anida en el centro de nuestra sociedad. Entre las demandas de justicia por un lado y las peticiones de “perdón y olvido” por el otro, es obvio que aquí más que diferencias de opinión, hay contradicciones profundas. En todos los casos, el común denominador es la exclusión. El hambre y el analfabetismo se posan cada vez más específicamente sobre los niños y las mujeres indígenas. La falta de acceso a la tierra es notablemente un problema que golpea a los indígenas. La justicia contra Ríos Montt se cuestiona porque es un reclamo de pueblos indígenas. Las prácticas políticas de resistencia se tildan de “terroristas” porque son de “otros”, de campesinos indígenas que quedan fuera del sistema. El secuestro de líderes se descuenta simplemente por ser indígenas las víctimas.
El núcleo común de todos estos problemas en la resistencia a tomarnos en serio la ciudadanía igualitaria de indígenas y no-indígenas. Lo exhibe el Estado cuando responde con lujo de fuerza ante los reclamos en Barillas y Totonicapán y queda inmóvil ante los desmanes de los poderosos. Lo subrayan los líderes empresariales cuando privilegian un mal entendido “derecho a la libre locomoción” sobre el derecho de reunión y manifestación de los pueblos indígenas. Lo reproducen incontables ciudadanos cuando, a pesar de la evidencia, cuestionan la necesidad de la educación en el idioma materno y peor aún, cuando recurren a los epítetos racistas en la conversación diaria. Lo destaca la ausencia de empatía ante el dolor de las víctimas de las masacres, del genocidio de los años ochenta. El mensaje es siempre el mismo: esta gente no es igual, apenas cuenta.
Con todo, el domingo pasado ese Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas llegó a la mayoría de edad. Más aún, los que están llegando a la adultez son los jóvenes, indígenas y no-indígenas, que crecieron en una Guatemala sin guerra y con el Acuerdo a medio cumplir. Casi dos décadas con algunos progresos, y muchos pendientes. Los jóvenes, hijos de una realidad inexorablemente distinta, ya no leen el mundo en la clave de sus padres, y actúan. No me cabe duda que ellos harán el cambio, y la pregunta es si será por la paz de la unidad, o en la violencia que cría la exclusión. Basta ver el reciente linchamiento mediático en redes sociales por un comentario racista atribuido a una joven de la capital para apreciar que aquí se gesta un volcán.
El Presidente es signatario de los Acuerdos de Paz, y en su discurso inaugural se atrevió a soñar con ser miembro de la primera generación de la paz. Apenas hace dos semanas, el CACIF, en un arranque de reescritura de la historia, se autocalificó parte del proceso de paz. Pues bien, si a los poderosos, y también a usted y a mí, los arrestos nos dan para enfrentar los problemas en serio, ¿por qué no empezar por releer el Acuerdo, cumplir la palabra empeñada y hacer realidad los pendientes?