¿Soberanía para qué?

Apreciamos mucho la libertad. Cualquiera que ha visto a un niño pequeño patalear sobre el regazo de su madre que no lo deja ir sabe que el ansia de libertad la traemos muy adentro.

En los últimos años ha cobrado notoriedad el hallazgo científico de que la acción precede a la intención: nuestro inconsciente y el resto de nuestro cuerpo actúan primero. Solo después de iniciada la acción se entera nuestra mente consciente. Para el neurocientífico, esto cuestiona la existencia del libre albedrío. Pero para usted y para mí da igual: seguimos experimentando la vida como si fuera nuestra soberana voluntad la que marca el paso. Y valoramos enormemente que así sea.

En principio, preferimos que se nos deje escoger. La adolescencia es conflictiva porque buscamos delimitar un territorio libre de la voluntad de nuestros padres. Llegar a adultos es marcar la edad en que ya no tendrán dominio sobre nosotros.

Este afán de libertad es también motor de las luchas políticas. En el territorio de la soberanía convergen el libertario y el socialista, el separatista y el nacionalista. En reclamar el propio albedrío encuentran causa común quienes denuncian los autoritarismos fascista, comunista y del mercado: déjennos tomar nuestras propias decisiones, hacer nuestra propia voluntad, llevar nuestra propia vida.

Igual ha sido en asuntos de Estados que de personas. Es la historia de la Paz de Westfalia, que tomó la metáfora del cuerpo y la puso sobre la colectividad para hacer paz. Así como hoy el individuo reclama autonomía, entonces el Estado tendría independencia respecto a sus iguales. La voluntad de la cabeza —el rey— se traduciría en acción soberana del cuerpo —los súbditos— y vivirían todos libres de la injerencia de otros monarcas, de sus religiones y de sus ejércitos. Así llegamos hasta hoy. Aunque afirmamos la voluntad de la gente, ya no del rey, mantenemos intacto el modelo: una cabeza, un cuerpo, una voluntad, una soberanía.

Pero detrás hay un problema: la libertad de un sujeto siempre topa con la de otro y deben arbitrarse los intereses dispares, cuando no las consecuencias de la libertad. La madre retiene al niño por su propio bien: si te suelto, molestarás al gato y te arañará. Hasta que no queda más remedio que soltarlo, así deba salir arañado para aprender. Pero igual no lo dejará correr a media calle y ser atropellado por un auto, que de esta lección sacaría poco provecho. Queramos o no, la libertad tiene límites.

Otro tanto pasa en sociedad, y la decisión es agónica. Nos preguntamos si es aceptable respetar la soberanía de un pueblo dominado por un tirano. Pican las manos por actuar al ver que en otro país se denuesta a las mujeres como carne desechable. ¿Quién decide cuándo y dónde intervenir?

Hoy nuestro mal gobierno, incapaz y malicioso, reclama soberanía. Otro, poderoso e interesado, pone límites a la corrupción, pero hace seis décadas destruyó nuestra democracia. El enviado de una Iglesia que no tiene inconveniente en interferir apaña la opacidad fiscal de sus empleados. Lo hacen incluso las agencias internacionales que piden transparencia. ¿Cómo juzgar?

No hay soberanía absoluta. Ceder libertad es el precio de vivir en paz y con otros.

No hay salida fácil, pero algunas ideas ayudan. Primero, no hay soberanía absoluta. Ceder libertad es el precio de vivir en paz y con otros. Aun si trabaja con una agencia internacional o para una Iglesia, entienda que debe declarar sus cuentas a la SAT. Más bien, insista en hacerlo, que la solidaridad es un bien deseable. Segundo, la soberanía para hacer daño es siempre ilegítima e ilícita. Bienvenido sea quien interfiera con ella. Por eso no valen los reclamos de la Fundación contra el Terrorismo o de los pícaros del pacto de corruptos ante las intervenciones externas que combaten la corrupción. Tercero, hasta los poderosos deben tener límites y cada vez más. Westfalia está lejos, así Estados Unidos no ratifique tratados, el Vaticano intervenga en política o nuestra élite piense que somos su finca privada.

Soberanía no es la de los mañosos que distraen buscando imponer sus creencias sobre todos, cuando lo que toca es quitar del calendario estatal los días festivos religiosos. La soberanía no es para hacer violencia doméstica y quedar impune. Soberanía es la que usted y yo debemos ejercer y exigir para que cada persona —mujer, hombre, niña y niño— sea feliz y libre, sana y solidaria. Soberanía es también la que tenemos que pagar si queremos que este sitio salga de su tan oscura Edad Media.

Ilustración: Era un soberano soberano (2024), Adobe Firefly

Original en Plaza Pública

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