Es como la diferencia entre la gallina y el cerdo en el plato de huevos con tocino. Por mucho que digamos estar comprometidos con la educación pública (como la gallina), no estamos involucrados en ella (como el cerdo).
Es irónico que la mayoría de quienes dirigen la educación pública u opinan sobre ella, eduquemos a nuestros hijos en colegios privados. Yo, el primero.
Con mucho esfuerzo, mis padres clasemedieros me matricularon en un colegio privado. Sin mucho pensarlo, repetí la práctica con mis hijos y pagué las cuotas elevadas. No estoy solo. Igual entre ministros y viceministros de educación, presidentes, sindicalistas, columnistas y empresarios. Queriendo lo mejor para los propios hijos, la mayoría pone a sus hijos en colegios privados, a la vez que opina sobre la educación pública.
Así que abogar por una educación pública universal sonará a hipocresía en el peor de los casos, a irrelevancia en el mejor. Pero igual el cambio no ocurre sino cuando nos cuestionamos a nosotros mismos. ¿Estaremos condenados a repetir en nuestros hijos las decisiones de nuestros padres –entendibles pero desafortunadas– para siempre jamás?
Razones hay de sobra para querer que todos vayamos a la escuela pública, y están documentadas: es más barato, usa más eficientemente los recursos de la sociedad, reduce la distancia entre clases sociales y hace más solidaria a la población. Mejora la calidad de los servicios para los más pobres y homologa la calidad de los egresados, pronto a ser reclutados por el sector empresarial.
Así que basta con ser egoísta para quererlo. Los malos resultados de Guatemala en las pruebas educativas son tanto fruto de la inequidad como de la mala calidad. Si no reducimos diferencias entre educación de ricos y educación de pobres, por más pruebas que hagamos los números de los más desventajados siempre arrastrarán hacia abajo el promedio.
Lo invito entonces a hacer un experimento mental: ¿qué haría falta para que quienes serán padres dentro de una década, hijos de una clase media que hoy usa el auto en vez del bus, guarda el agua en cisterna con bomba eléctrica y paga seguridad en la colonia, consideraran seriamente poner a sus vástagos en una secundaria pública?
Primero, la educación pública tendría que ser igual, o mejor, a la que hoy consiguen en un colegio privado. Paradójicamente esto ya se cumple, pero en negativo, para todos excepto los poquísimos colegios de élite. Basta dar un vistazo a los peores resultados en las tablas del Ministerio de Educación publicadas al inicio del año por Contrapoder, para ver que los colegios privados son tan capaces de producir mala calidad como el más pobre de los institutos públicos.
Segundo, la educación pública tendría que contratar profesores con igual calidad y en circunstancias comparables a los colegios privados de hoy. De nuevo lo contradictorio es que ya sucede: muchos docentes de la secundaria reparten su esfuerzo entre múltiples instituciones, privadas tanto como públicas. Pienso en mi padre, que como maestro de secundaria, igual encontraba alumnos en los institutos Belén y Aqueche, que en el colegio Americano. Denostar los servicios públicos para ensalzar los privados, nomás por la diferencia en su financiamiento, es un ejercicio en ingenuidad.
No me malentienda. Sí hay diferencias entre público y privado. Pero con frecuencia tienen más que ver con otras cosas, con las oportunidades de aprendizaje. Los chicos en el colegio privado están mejor alimentados, pasan más tiempo en clase, leen en casa y reciben apoyo de sus padres para el aprendizaje. Sus docentes tienen más tiempo para la formación continua. Los textos y materiales están disponibles para todos, y las instalaciones son funcionales.
El motor de estas garantías está en casa, en la comunidad, antes que en la escuela. En esta sociedad desigual, mientras la educación pública sea educación para pobres, será fácil para muchos en la élite y en la clase media desentenderse del derecho universal a una educación de calidad, y sobre todo de la responsabilidad por financiarla. Es como la diferencia entre la gallina y el cerdo en el plato de huevos con tocino. Por mucho que digamos estar comprometidos con la educación pública (como la gallina), no estamos involucrados en ella (como el cerdo).
Conviene hacer memoria para no engañarnos. Todavía la generación de Alvaro Arzú –patricio por antonomasia– se educó en institutos públicos y baratos colegios religiosos. Quienes hoy son ancianos practicaron poesía y ballet en las escuelas tipo federación de Arévalo. Los fundadores de la Universidad Francisco Marroquín, bastión privatizador, fueron hijos de una universidad pública, no lo olvidemos.
¿A qué hora nos perdimos en el camino? Urge superar nuestras taras y prejuicios políticos, el clasismo y el racismo. Difícil, más no imposible. Encima, ¿a quién no le gusta ahorrar?