Romanticismos

Quizá no seamos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos.

Somos una patria plagada de romanticismos. Cada uno tiene el propio. Algunos padecen el romanticismo anti-estatal, que dice que los impuestos son malos y basta con gastar menos para que nos vaya mejor.

Otros sufren del romanticismo campesino, y asumen que lo rural es mejor que la ciudad. De cerca le sigue el romanticismo ambientalista, cuyos fieles afirman que el petróleo es puro malo, la naturaleza no puede tocarse y la vida primitiva siempre respeta al bosque.

Está también el romanticismo de la clase media, que la ve como víctima, nunca artífice de sus desventuras económicas y sociales. Otro tanto vale para el romanticismo de élite, cuyos militantes creen que el apellido confiere razón y derechos.

Hoy está de moda el romanticismo militar, que asegura que la guerra fue justa, nomás porque se ganó. Para terminar, señalo el romanticismo indigenista, que de un plumazo se apropia de historia, tradición y autenticidad, como si otros no las tuvieran también.

Esto no significa que no haya que medir al Estado, asegurar la tierra, procurar el bienestar, disfrutar de la riqueza, abordar el conflicto o afirmar la cultura. Pero el romanticismo es reducirlo todo a nuestra causa. Yo me veo atrapado con frecuencia en más de uno de estos romanticismos. Apuesto que le pasa a usted también. Con el Año Nuevo, a cada uno nos toca renunciar a nuestras maravillosas y falsas historias.

Quienes desde la élite buscamos mandar tendremos que aceptar que la riqueza no es mejor, ni tiene el monopolio de las soluciones. En Guatemala, acaso sean los ricos los únicos con garantía de incompetencia: siempre han tenido el control del Estado, y ya vemos cómo ha resultado aquello.

Quienes vemos en el campesinado y en los pobres el legítimo pueblo necesitamos reconocer en ello una actitud poco democrática, y empeñarnos en construir un Estado en que todos, todas seamos partícipes. El costo de exigir democracia es que hay que concederla a todos: campesinos, pobres, oligarcas, ex-PAC, narcos, militares, políticos honestos y corruptos; cuando nadie tenga excusa se podrá hacer valer el debido proceso.

Igual para quienes queramos regresar a la tierra: una parcela no sacará a nadie de la pobreza y tampoco del hambre. Al menos desde el terremoto del 76, la vida en la gran ciudad no ha sido resignación, sino elección de muchos que buscan escapar de la estrechez rural.

Quienes ciframos las esperanzas en la clase media necesitamos reconocer que no es buena por antonomasia, ni depositaria de “lo chapín”, a pesar de la encantadora “Nostalgia Guatemalteca“. La clase media es también enorme reservorio de racismo, frecuente caja de resonancia de las pulsiones más oscuras de nuestra sociedad, como la intolerancia.

Quienes rechazamos de tajo el uso de los recursos naturales no renovables –el oro y cualquier otro material que la suerte y la Tierra pudieran entregarnos sin mérito, pues ya estaban allí antes de nosotros encontrarlas– hemos olvidado la lección que costó aprender a una generación de entusiastas de la Biósfera Maya: prohibir de tajo el goce de los recursos naturales lleva a la depredación.

Quienes nos indignamos porque hoy a los militares de la guerra se les piden cuentas desproporcionadas por las masacres, olvidamos que esos mismos soldados y oficiales eran servidores públicos, pagados con dineros del pueblo para proteger al pueblo. Incumplir su mandato magnificó enormemente su responsabilidad.

Quienes pensemos que en el mundo indígena está la mejor opción debemos cuestionar los esencialismos que atribuyen a una mítica continuidad con el pasado la capacidad de encontrar respuestas. El futuro multicultural se construirá hoy, más que en un pasado distante.

Esta es la época en que hacemos balance. Tras un examen minucioso en el espejo, al ver los barros, espinillas y cicatrices propias, quizá estemos listos para admitir, cada uno, que no somos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos. Comienza el año, y entre chaparritos nos necesitamos mutuamente para salir del hoyo.

Original en Plaza Pública

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