Lo que busco es que entendamos que, queriendo quitar obstáculos al desarrollo, podemos caer en perseguir fantoches y fantasmas
Bien dicen que no hay que escupir al cielo. Más pronto que tarde, lo que hagamos nos regresará y lo lamentaremos.
Hace algunos meses, un columnista regular de Prensa Libre, conocido por su postura anti cooperación internacional, arremetió contra el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) por recomendar impuestos y deuda para incrementar la capacidad de acción del Estado guatemalteco. “Irresponsable”, fue el calificativo que le endosó, aclarando que este término se refiere “a quien no se puede exigir responsabilidad o que adopta decisiones importantes sin la debida meditación”.
Su reclamo no deja de ser convincente porque se construye sobre una verdad a medias. En efecto, los jefes de las misiones internacionales son como un Julio César light: “Vine, vi, partí”. El problema es que, en la entretenida ocupación de encontrar culpables, resultó muy cómodo marcar al fuereño como causa de nuestros males y guardar discretamente el espejo. Si el presidente del BID es un irresponsable, usted y yo haríamos bien en preguntarnos entonces quién o quiénes son en realidad los responsables últimos de nuestros problemas, de nuestra situación.
El Estado carece de dinero y, por ello, de recursos humanos, materiales y tecnológicos para cumplir sus funciones mínimas. No digamos ya una agenda más ambiciosa de inversión y desarrollo social y económico. Entre los servidores públicos es frecuente una formación profesional débil y baja motivación, en el mejor de los casos, o una corrupción rampante, en el peor. Es natural: nadie con mejores opciones aspira al servicio público, la administración pública tiene mala reputación, y la distribución del empleo en el Gobierno está severamente politizada.
¿A quiénes debemos mal-agradecer esa situación de estrechez fiscal? ¿A quiénes debemos atribuir el sistemático desarticular del servicio público, el constante descrédito de la administración pública, las persistentes voces contra todo lo público, la corrupción del financiamiento de los partidos políticos que alimentan a los gobiernos? “¡Caramba, qué coincidencia!”, dirían los genios de Les Luthiers: los que despotrican contra los donantes y sus dineros son los mismos que se resisten —siempre— a pagar impuestos, a financiar la inversión pública nacional. Son los mismos que empujaron una malnacida y peor-crecida privatización de servicios públicos que, más que política económica, fue piñata de amigos. Son los que armaron el viejo extractivismo de los contratos de construcción sin controles y la deuda interna para financiar una banca poco competitiva. Son los que hoy se apuran a defender el extractivismo de nuevo cuño que se esconde tras la opaca minería. Los que ahora evocan el deus ex machina de una escuela de gobierno ¡privada! para enderezar los entuertos que ellos mismos crearon hace dos décadas.
Por favor, con esto no me confunda con un anticapitalista o un odiador del empresariado. Todo lo contrario. Solo con enorme ingenuidad o ignorancia histórica podemos creer que de nuestros problemas saldremos sin un empresariado vibrante, innovador y lucrativo; que la agricultura industrial de monocultivo dejará en breve de ser un ingrediente en la fórmula productiva del país; o que podemos soslayar eternamente el dilema entre protección y explotación de recursos naturales con una población que sigue creciendo.
Lo que busco es que entendamos que, queriendo quitar obstáculos al desarrollo, podemos caer en perseguir fantoches y fantasmas. Señalar como culpables a sindicalistas corruptos, simples actores de reparto, contentos porque ganan dinero al vender al mejor postor su capacidad para detener la mano laboral. A pintar como poderosos terroristas a campesinos y a líderes indígenas que apenas alcanzan a satisfacer sus necesidades vitales mínimas. Odiar comunistas en pleno siglo XXI. Ver enemigos en todo el que lleva un negocio. Culpar a la cooperación internacional, con sus migajas, de sesgar nuestra política y nuestra economía. Incluso, explicar nuestros males por los narcos, cuando ellos vinieron aquí por lo fácil que resulta hacer sus negocios en un Estado malogrado, más que al revés.
Entonces, enfoquemos la crítica donde toca. Sin perder de vista lo demás, apuntemos con la pluma y con las acciones hacia donde hace falta para resolver primero lo primero. El último medio siglo sirvió a algunos en estas tierras para nombrar equivocadamente lo público como la causa de nuestros problemas. Les sirvió también para presentar como empresariado lo que no es sino un auténtico teratoma1 del capitalismo mal desarrollado. Ya va siendo hora de correr esta cortina de humo y develar el monstruo deforme. Toca llamar a la cosa por su nombre para perderle el miedo: responsables.