Desde la llamada Reforma Liberal Guatemala constituyó un Estado predicado sobre la depredación sin exigir inversión de sus élites.
Ese Estado arrancó del despojo español a la población que encontró en este continente, pero los últimos 150 años desarrollaron la economía, instituciones y cultura que validan a la élite actual. Configuraron un poder que hoy agoniza en cortes, autoridades electorales y fiscales, que incluso han desistido de aparentar justicia.
Tarde o temprano alguna élite deberá lidiar con el engendro. No será la primera vez. Durante la guerra crearon un monstruo militar que debieron domesticar con la paz. Y quizá no terminemos mejor, pues ya desmovilizados los exoficiales devinieron en narcocriminales.
En el fondo, el Estado pseudo-liberal guatemalteco origina sus propios problemas. Maximizar la depredación y minimizar la inversión por las élites exige tener siempre una categoría de «otros» para depredar. Los más obvios han sido los indígenas, pero abarca de todo: intelectuales «comunistas», población en zonas mineras, campesinos sin tierra, mujeres, empleados precarios, migrantes… cualquiera que deba ser despojado, según la economía del momento.
Cabe postular una forma diametralmente distinta de hacer Estado, para conformar una comunidad política donde todos tengamos parte.
Hoy, la conveniencia de un sistema así debiera ser evidente para Roberto Arzú y Carlos Pineda, ambos miembros de élites y víctimas del monstruo. Debiera ser obvio incluso para Edmond Mulet quien, como Sandra Torres, ha debido paulatinamente abandonar toda dignidad para sobrevivir al engendro.
Pero el reto no es reconocer lo que tenemos, sino encontrar cómo pasar a lo que necesitamos. Lo ilustran los acuerdos de paz. Tenían puntos claros de partida y de llegada y, sin embargo, en el camino fueron descarrilados. Superar lo que no fue posible a partir de 1996 comienza con dos tareas de empatía.
El reto no es reconocer lo que tenemos, sino encontrar cómo pasar a lo que necesitamos.
La primera tarea empática es reconocer al otro. Hoy, una introspección mínima alcanza a Roberto Arzú para entender a Thelma Cabrera o a Jordán Rodas. No necesita ser partidario del campesinado ni promotores de los derechos humanos: basta verse al espejo para entender que fue excluido del sistema político. Reconocer al otro no es admitir su diferencia, sino su igualdad con nosotros. El clasemediero no necesita estudiar economía agrícola para reconocer al campesino sin tierra: basta verse incapaz de comprar una casa y admitir que comparte con ese campesino la falta de acceso a un bien.
La segunda tarea empática es hacernos responsables de nuestros actos. Es la contracara de reconocer al otro: si exigimos algo a los demás, ellos también pueden exigir algo de nosotros. Supongamos que Carlos Pineda piense que Thelma Cabrera se mereció la exclusión electoral por asociarse con Jordán Rodas, un exfuncionario incómodo al poder, quien presentaba un riesgo legal. En ese momento Pineda no tendrá más remedio que admitir que él se asoció también con personas que le abrieron un flanco jurídico.
Así, cuando un clasemediero exige que los campesinos asuman las consecuencias de bloquear una carretera como protesta por su situación, inmediatamente se obliga ese clasemediero a asumir las consecuencias de mantener el statu quo por no apoyarlos. Puede no reconocerlo, pero esa es la tarea: pasar de la inconciencia a la responsabilidad.
Lo construido desde 1871 fue una formación social que desconoce al otro como nuestro igual. Alcanzó su límite al asumir que eso permite destruirlo sin aceptar responsabilidad. La firma de la paz señaló el problema, pero no lo superó. Y desde la expulsión de la Cicig algunos intentan retroceder. El llamado pacto de corruptos es realmente un pacto de impunidad. Procura irresponsabilidad incluso en materia criminal.
Durante la guerra algunos quisieron ver patriotismo en actos genocidas. Más allá de que ello los obliga a reconocer que otros igualmente consideraron patriotismo activar en la guerrilla, lo que no han podido hacer es asumir su responsabilidad, reconocer las consecuencias de sus actos. Aunque matar a mansalva fuera hacer patria, igual tendrían que asumir, no evadir, las consecuencias de haberlo hecho.
Sobre esa evasión surgen personas como Consuelo Porras o Jimmy Morales, aparentemente intocables. Pero, cuando Morales se ve al espejo, ve un vende patria, aunque no lo llame así. Aunque Porras se diga «doctora», igual plagió su tesis y es ella un abyecto utensilio. Los hijos de los beneficiarios —la élite histórica y sus socios de ocasión— tanto como de las víctimas de lo construido desde 1871, todos necesitan un futuro asentado sobre bases de responsabilidad más sólidas y con gente mejor. Antes que una obligación inevitable, mejor fuera una elección compartida, ejercida con empatía.
Ilustración: Camino Incierto (2023, con elementos de Craiyon).