Quitar el callo moral

Esos que salen a la calle a sonar tambores, los que se juntan en la plaza y los que insistimos en señalar debilidades no somos vagos ni leninistas, resentidos o terroristas. Apenas rascamos la costra.

El televisor en la sala de espera pasa la noticia sobre el destape de los salarios descomunales del personal administrativo en el Congreso. Una mujer conversa con la recepcionista del lugar. Con desparpajo cuenta que está entre quienes reciben esos salarios exagerados.

No solo es una empleada fantasma, agrega, sino que el dinero no es para ella. De lo cobrado, la mayoría va a parar, mes a mes, al bolsillo del diputado que la colocó. Está indignada, dice. No por ser parte de una maniobra ilegal, sino por el injusto trato del diputado.

Cuesta contener la incredulidad. Y así, atónito, lo cuenta mi conocido en Facebook que presenció la conversación. Pero la señora apenas percibe la objeción. Para ella es más bien asunto de honor entre ladrones. El problema es extenso y los primeros días de Jimmy Morales ya lo subrayan: la precariedad, la corrupción amplia y la desigualdad como norma han producido un duro callo moral en gente de toda estirpe, profesión e ingreso. Se han hecho insensibles incluso a sus conductas más indignas. Han dejado de ver el conflicto en las relaciones más oprobiosas.

En ese marco, «ni corrupto ni ladrón» asume una definición acotada, incluso antojadiza: corrupción es la conducta de mis contrincantes, nunca la mía. Ladrón es quien me quita recursos a mí, nunca yo aunque haga lo mismo. Así, mientras la ministra de Comunicaciones hacía maromas para salir de sus enredos con el fisco, el presidente ponía su mejor cara de ingenuo. Aun sin ilegalidad el conflicto de interés era tan agudo que amenazaba con pinchar el globo de la buena imagen presidencial. Tanto que Jimmy Morales terminó perdiendo a su ministra con menos de dos semanas de gobierno. En estos tiempos de renovada tutela norteamericana, la lucha contra la corrupción se ha tornado en la primera política de Estado y ya no basta ser bueno, sino que hace falta parecerlo. Pero ni así figura el harakiri honorable en la maltrecha moral del funcionariado político. Hasta que la ciudadanía, la prensa y, quién quita, los poderes tras el trono le cobraron al presidente el titubeo.

Otro tanto ocurre con la donación de insumos y medicamentos para el sector salud. Solo a fuerza de reclamos y de periodismo investigativo se reveló de dónde venía el favor, como si a estas alturas hiciera falta recordar la necesidad de transparencia. Peor aún, dijo el vicepresidente que los medicamentos «estaban por vencer, no estaban vencidos». Vaya consuelo. Con pasmosa naturalidad pasó por alto la malicia de donar fármacos que serán basura en poco tiempo. Para ilustrar, imagine la situación en otro contexto: «No, señora. La leche que le di a su bebé estaba a punto de arruinarse, pero nada más». ¿Qué diría usted?

Para terminar y no dejar la impresión de andar cazando brujas en el nuevo gobierno, considere a Joviel Acevedo y sus adláteres, como siempre al inicio de cada administración, lanzados a una manifestación cuyo propósito es apenas medir fuerzas con el Gobierno. La ética profesional tiene poco espacio en un cómputo que asume que, dada la situación tan precaria de los chicos en las escuelas, poco importa hacerles un daño más con tal de conseguir un aumento de sueldo. Así se presente con propósitos más nobles. ¡Y aunque los tenga!

Estos cuatro casos y tantos más le dan escala a nuestra pérdida de sensibilidad al mal. Se ha endurecido la cicatriz sobre el nervio que avisa cuando algo no es ni bueno ni necesario.

¿Cómo curar esa lacra? ¿Cómo quitar el callo? El presidente podrá jugar bien sus cartas si entiende con Eduardo Stein que su única ventaja ante los contrincantes políticos es la relación con la ciudadanía. Pero esto no es carta blanca, sino aldabonazo que nos recuerda a los ciudadanos que debemos exigir y al presidente que debe cumplir: la transparencia del funcionario ya no es opcional. Otro tanto vale para Acevedo, los ministros, los líderes empresariales y cualquier otra figura política. Esos que salen a la calle a sonar tambores, los que se juntan en la plaza, los maestros descontentos que aún tímidos refunfuñan sobre el continuismo sindical, los ocasionales empresarios que rechazan el proteccionismo cobarde del Cacif, los que investigan en la prensa y los que insistimos en señalar debilidades desde el primer día del nuevo gobierno no somos vagos ni leninistas, resentidos o terroristas. Apenas rascamos la costra. Esto, querida lectora, querido lector, es lo que nos toca. Que nadie nos avergüence de ello y que nadie nos quite el impulso para hacerlo.

Original en Plaza Pública

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