Usted conoce el incidente. María Magdalena toma un frasco de ungüento y lo derrama sobre la cabeza de Jesús. Los discípulos reclaman: podía venderse y dar el dinero a los pobres. El ungido replica: a los pobres los tendremos siempre, a él no.
La frase ha servido por siglos para justificar la pobreza persistente. Menos se ha insistido en que implica que a los ricos también los tendremos siempre.
Es profundamente humano segregarnos en clases. Apenas surgieron las primeras civilizaciones ya había reyes y plebeyos, generales y soldados. Tanto, que eso —la segmentación en la cual unos pocos dicen a la mayoría qué hacer, les quitan recursos por ello y encima ¡estos les creen!— es lo que define la civilización.
Sin embargo, esa constante —tener élites— no ha significado siempre lo mismo. Unos pocos gozan de fasto ilimitado, pero hay progreso: hoy nos repugna la esclavitud, sociedades completas viven sin hambre y la tríada de ciencia, tecnología y mercado redujo la proporción de humanos con una vida miserable (aún a precio del medio ambiente).
Pero algunas sociedades con sus elites construyen bienestar: sin ir más lejos, Costa Rica lo hace bastante mejor que nosotros, aunque también hay multimillonarios. Otras, como Guatemala, chapotean insistentemente en la miseria extensa mientras sus élites depredan inclementes. ¿Por qué?
«La Cantina», este espacio amablemente cedido hoy es, sin duda, plaza de elites. Saber escribir y leer en Guatemala ya es privilegio. Hacerlo en prensa, aún más. Tener tiempo y recursos para pensar y poner ideas al papel es ocupación de quienes no nos debatimos cada día con el hambre (o para el caso, el COVID-19, porque podemos guardar la cuarentena). Y cuando vemos los apellidos de quienes escriben —no nos engañemos, aquí un apellido habla a gritos— confirmamos que este es debate de élites.
No toda elite es igual. O con más precisión: las elites no necesitan ser siempre ruines.
Y aquí está la clave. Porque no toda élite es igual. O con más precisión: las élites no necesitan ser siempre ruines. Mientras unos hijos de élite escriben cada semana queriendo bien, otros falsean impuestos, destruyen la justicia y financian políticos mafiosos. Hay quien hace ambas a la vez: escribir bonito y hacer feo.
Algunos desde otros espacios piden sangre y fuego, acabar con las élites. Tienen derecho y tendrán razones. Pero aunque tengan éxito descubrirán que, al asentarse el polvo, igual habrá una nueva elite. Hoy y aquí, en este espacio, pido algo distinto. Pido hijos de élite que se atreven a señalar a sus iguales, a distanciarse de ellos. Que financian democracia. Que admiten que la miseria que es Guatemala —su pobreza, su irrompible desnutrición, los mares de emigrados— no encuentran causa en indígenas, comunistas, noruegos o «los derechos humanos». Solo encuentran responsabilidad en el espejo.