El 21 de marzo Hugo Maul tildó de “recetas mágicas” a las políticas de inversión social y combate de la pobreza en una variedad de países latinoamericanos. Cito: “Este nuevo consenso, que podría caracterizarse como un ‘fundamentalismo de las Transferencias Monetarias Condicionadas’, parece no darle mayor importancia a la conducción prudente de la macroeconomía”. Poco más tarde, Álvaro Velázquez cuestionó a Maul, destacando la necesidad de complementar crecimiento económico con inversión social.
El argumento de Maul es espurio. Hoy casi toda Latinoamérica, con Guatemala a la cabeza, hace un manejo conservador de los instrumentos de política fiscal, monetaria y cambiaria, y actúa prudentemente cuando está en riesgo la estabilidad macroeconómica. A pesar de la crisis financiera internacional, el azote de las operaciones de rescate del Fondo Monetario Internacional (FMI) ahora amenaza con sus demonios a las economías de Irlanda, Grecia y España, no a las de El Salvador, Brasil o Colombia.
Sin embargo, tampoco alcanza con defender las transferencias condicionadas en efectivo (o para el caso, cualquier otra política de protección social), como conquista social. Aunque la conducta de la esposa del presidente no ha ayudado en esta discusión, no está en el fondo del asunto. El reto, para las críticas y las defensas por igual, está en que la intervención ha funcionado mejor de lo que quisieran admitir algunos, y peor de lo que se necesita.
Poner a competir desarrollo productivo con inversión social es como escoger entre comer o dormir.
No alcanza con criticar las transferencias porque den el dinero público a los pobres, como si otros ciudadanos tuvieran más derecho que los pobres a los beneficios del Estado. Tampoco alcanza con esa entrega de dinero, que apenas mejora el consumo y compensa otros costos de oportunidad. El principal beneficio de las transferencias no está en el movimiento del dinero, sino en asegurar que las madres y los niños usen los servicios de salud y educación. Aquí está el triunfo —la gente sí está usando más los servicios—, pero también la enorme debilidad: los servicios que están usando no han mejorado lo suficiente para atenderlos bien.
Poner a competir desarrollo productivo con inversión social es como escoger entre comer o dormir, y a la larga no funciona. Ahora que tenemos una política de probada eficacia, antes que sacar a bailar los espantos de siempre —“¡socialista, neoliberal!”— o destruir lo que se ha logrado, es otra la pregunta que debemos hacernos Maul, Velázquez y todos los que los leemos: ¿cómo mejorar los servicios para los ciudadanos que ahora pueden acceder a ellos?
El Gobierno que está terminando tiene una enorme responsabilidad en esto, por haber sacrificado el desarrollo de los servicios de salud y de educación en nombre de las transferencias condicionadas en efectivo. El Gobierno siguiente tendrá un reto aún mayor. Urge recuperar los 30 años de postergación que tiene la red de servicios de salud y conseguir que al fin las escuelas estén disponibles los 180 días del ciclo lectivo, y que los niños y niñas aprendan, no sólo asistan. Sólo así llegarán a fruición las inversiones en los pobres.
Los ciudadanos también tenemos una parte que cumplir en esto. Empieza, especialmente entre los más jóvenes, por reconocer que la tradición no es necesariamente verdad. Hoy los hijos de la derecha no tienen el lujo de reproducir el temor cobarde a la inversión social, y los hijos de la izquierda deben reconocer la ineficacia relativa de hacer pintas en estos tiempos del Facebook; todos debemos reconocer que necesitamos una buena administración pública, no simplemente criticar a nuestra burocracia mendiga. Para tener técnicos especialistas en políticas públicas, primero necesitamos gente valiente, dispuesta a renunciar a los prejuicios de sus padres.