Juan no entiende por qué le va tan mal. Pone la vista en el camino, pero tropieza continuamente. Allí están los bordes de la vía, bien visibles. Sin embargo, con cada paso, Juan se sale de la vereda.
Usa como punto de referencia la escultura del antepasado, visible en la distancia. Como los valores liberales del prócer, su monumento debería ser un buen faro: sólido, firmemente asentado sobre una peana que le da altura. Bastaría con centrar la mirada en él para trazar un camino recto.
Sin embargo, cada pisada viene con incertidumbre. Algunas veces pone bien el pie, pero la mayoría del tiempo termina con el tobillo doblado o hasta la rodilla en el lodo. O parado en algo peor.
Juan se frustra, se enoja. Cuesta tanto caminar. Ve que otros van más rápido y en firme. Algunos lo alcanzan sin tropiezo. Lo rebasan una costarricense morena, un sueco rubio, un peruano aindiado. Juan critica: hacen trampa. Acelera el paso: demostrará la razón de su orgullo. Pero da apenas tres zancadas y se enreda con José, un colombiano. No lo vio. Los dos caen al suelo. Juan, furioso, golpea a José. Lo acusa de entrometerse en su camino.
Juan se levanta, respira hondo, procura recuperar su paz. Pide a Dios que le dé luz para mantenerse en el sendero. ¿Cómo habría de abandonarlo si lleva una vida de oración, si paga los diezmos y guarda las tradiciones? En la distancia otea la cruz del templo. Incluso oye las panderetas de los fieles. Si el prócer liberal no ha sido una buena guía, quizá el templo lo sea. Y los cantos y los gritos lo orientarán incluso de noche o en medio de la bruma, cuando no se vea el templo. Emprende la marcha de nuevo. Basta con dos pasos para volver a tropezar.
José se acerca y, a pesar de la golpiza, le tiende la mano: «Levántate. ¿Por qué no intentas ir con la vista al frente en vez de caminar hacia atrás?».
Baste hasta aquí el cuento, un tanto obvio. Saquemos la lección que nos urge a la élite y a la clase media urbana en este país. El destino no es el problema, pues todos queremos felicidad y prosperidad. El camino no es el problema, que el desarrollo siempre presenta meandros y habrá que rodear obstáculos. Los otros viandantes tampoco son el problema: muchos procuramos el bien e incluso intentamos ayudarnos mutuamente. Hasta los críticos aportan algo.
El problema está en la perspectiva propia: hay que ver hacia delante. Hay que entender que el pasado está atrás, que debe servir como memoria, pero nada más. Reconocer que la resistencia a admitir el mal hecho en años anteriores —como con el genocidio contra los ixiles— se explica justamente por seguir creyendo que nuestro destino está en ese pasado.
Voltear la vista es un movimiento pequeño, pero asusta. Cambiar la perspectiva es difícil porque cuestiona al sujeto mismo más que al entorno. Los referentes antiguos son tan bien conocidos y dan tanta certidumbre. Pero ya se extinguieron. Y para avanzar sin tropezar no queda sino ver hacia delante.
Los referentes antiguos son tan bien conocidos y dan tanta certidumbre. Pero ya se extinguieron.
Hoy la élite y su caja de resonancia, la clase media urbana, caminan de espaldas y a tropezones, los ojos anclados en lo que ya fue, interpretando lo que sucede en el mundo, en la economía y en la sociedad a partir de nociones que cada vez quedan más lejos y sirven menos. Entonces, todo desconcierta, todo causa miedo, todo enoja. En vez de ver el futuro a la cara, se lo recibe a ciegas y por la espalda.
Como Peter Pan, se añora ser el niño perpetuo al que aquietan las historias heredadas del racismo, el clasismo y la religión, cuando hoy toca ser adultos, reconocer que las cosas resultan malas si nosotros las hacemos así. Y entender que las cosas serán buenas también cuando las hagamos así. El reto no viene de Suecia o de la voz pausada de un colombiano. La solución no está en la acusación de un presidente infantil que denuncia a las Naciones Unidas mientras se esconde de la crítica. Lo que toca es voltearse como clase y como cultura, abandonar el criollismo caduco, entender que hay más nación que la propia clase, que la justicia, para ser justa, debe ser para todos. Aunque duela cuando caiga sobre los amigos, sobre nosotros.1
Ilustración: Tropiezo (2024), Adobe Firefly
Notas
- Gracias a Enrique, a Ariel y a Aldo. En el intercambio con las viejas amistades se aclaran las ideas, se concretan las responsabilidades. ↩︎