Una deportista de alto desempeño no es buena simplemente porque sí. Aun antes de competir con otros debe competir consigo misma.
Nunca me ha gustado la expresión «orgullosamente guatemalteco». Supone que basta con ser del país para tener algo de que enorgullecerse, que basta que algo sea nuestro para ser digno de orgullo.
El futbol profesional es ejemplo de que tal orgullo no se justifica. Con persistencia, los aficionados visten los colores patrios, van a los estadios, compran boletos y vitorean a sus equipos. A pesar de las repetidas palizas. Tanto que no ir al Mundial parece ser parte de la marca nacional. La afición es orgullosamente guatemalteca, con fracaso y todo.
Para más inri, los escándalos de la FIFA en clave Tortrix y la suspensión de la federación documentaron (pues ya lo sabíamos, ¿no?) que no solo son incompetentes, sino también mafiosos. La corrupción tiene raíces que se infiltran en todos los ámbitos, incluyendo el deporte. Pero también tiene ramas que llegan hasta Miami y Ginebra. ¡Estamos globalizados!
Los incidentes deberían reventar el globo de las ilusiones acerca de nuestro futbol si no fuera porque no le queda aire para estallar. Esa triste constatación vuelve a interrogar por qué se empeñan los aficionados en seguir el futbol nacional, vista la falta de mérito del equipo, la mediocridad de la liga completa y la corrupción de las autoridades.
Baste el ejemplo, que no estoy aquí para hablar de deporte aunque la diatriba prenavideña lo sugiera. No tengo las credenciales, pues mi torpeza deportiva es un antitalento de vieja fecha: siempre fui inepto en el campo de juego. Pero lo que discuto aquí no es la motivación del deportista, esa virtud extraordinaria que del ejercicio intenso y persistente hace músculo. Menos aún la siempre esperable corrupción de quienes acceden al poder y al dinero. Lo mío en esta columna es retar las intenciones, las razones y los esfuerzos de nosotros, los ciudadanos, estos que en plena contradicción seguimos vitoreando el mal futbol, mostrando orgullo por el mal más ampliamente: por la torpeza y la trampa también.
Enfrentamos una disyuntiva. Por un lado, podemos hacer el bien y luego sentirnos orgullosos de ello como un hecho dado y constatable. O podemos simplemente afirmar que lo que hacemos (bueno, regular o malo) es digno de orgullo por definición. Hacer primero el bien exige una búsqueda continua, una duda persistente, una revisión perpetua. Una deportista de alto desempeño no es buena simplemente porque sí, sino porque cada día cuestiona su excelencia, duda de su supremacía y se afana por mantenerse en la cima. Aun antes de competir con otros debe competir consigo misma.
Por el contrario, afirmar sin mayor razón que lo que hacemos es bueno, tener orgullo en la costumbre, es un continuo volver sobre lo que ya está allí, reafirmar el pasado sin cuestionarlo y sin empeño por superarlo. En el mejor de los casos es una vulgar exégesis: explicar de nueva forma los mismos hechos. En el peor de los casos es justificarlos. Y si lo hecho es el mal, comienza el contorsionismo moral.
Mire las religiones, que corren particular riesgo en esta materia, pues parten de suponerse buenas por definición. Sus líderes y seguidores no tienen más remedio que reescribir la historia y ajustar las explicaciones cuando las circunstancias cambian, aunque las acciones no justifiquen tal supuesto. Piense en Galileo, un día condenado y luego rehabilitado. O en las vacilaciones sobre la sexualidad privada de las personas, especialmente de las mujeres. Afirman hablar del espíritu, pero hasta en cuestión de cremación y cenizas sucumben a los titubeos. Viven las religiones partidas por la tensión entre hacer cosas buenas y declarar por decreto que lo que hacen es bueno. Pero no nos apuremos a señalar con el dedo a la gente de fe, que otro tanto ocurre con descorazonadora frecuencia en la ciencia, el arte y, por supuesto, la política.
Saquemos lección, que en todo esto lo importante será el compromiso que tomemos, individualmente y como colectivos. Termina el año, y para Occidente —usted y yo incluidos— son días de reflexión, quizá de urgente renovación. Es un buen momento para examinar si los orgullos que nos mueven han sido los que nacen de la tarea bien hecha o simplemente una etiqueta puesta sobre el pasado, un parche que tapa las grietas de la mediocridad, la componenda o la malicia heredadas y no examinadas. Procuremos hacer el año entrante cosas de las cuales podamos estar orgullosos, pues buena falta hacen a nuestra patria. Agradezco la compañía de su lectura y sus comentarios este año y le deseo felices fiestas.