Nunca subestimes la estupidez humana

¿Debemos usar máscara para evitar la transmisión del covid-19? En los Estados Unidos —aunque no solo allí— la respuesta se ha vuelto asunto político.

Protestas, gritos y agresiones han perpetrado quienes se resisten a usar tapaboca. En Francia, incluso, murió recientemente un piloto de bus, vapuleado por pasajeros que se resistieron a seguir su indicación de ponerse la mascarilla para subir al transporte.

Crecen en las redes sociales y la prensa popular las explicaciones del enigma. Abundan tanto como los expertos en epidemiología popular, que ahora brotan hasta por debajo de las rocas. Una nota en CNN hace recuento: quizá es que la gente valora su libertad civil. O tal vez que temen verse débiles por usar la mascarilla. Acaso —¡pobrecitos!— no terminan de entender cómo y cuándo se usa. Quizá simplemente no toleran la incomodidad de la prenda: cuesta tanto respirar con ella puesta.

Más allá de los intentos por explicar (o quizá por la impaciencia que me provocan), es posible tomar a toda la gente que no ha querido ponerse el tapaboca y meterla en una categoría común delimitada por el título de esta nota: la principal razón es simple estupidez humana.

Lo que tienen en común al rechazar el tapaboca Donald Trump y Mike Pence, Jair Bolsonaro —ahora con su gripezinha convertida en un caso de covid-19— y el resto de la clica de los desenmascarados, así como los parranderos de pandemia aquí y allá es ser obtusos, torpes para entender. En una palabra, lo suyo es la estupidez. Trump al fin se cubrió la cara en público el 11 de julio. Le tomó al líder del mundo libre más de tres largos meses entender lo que la mayoría comprendimos de lejos, lo que incluso nuestros esclarecidos líderes centroamericanos pescaron al vuelo. Hasta Nicolás Maduro lo entendió más «de immediately».

La prensa no ayuda —agrego— y cito textual a El Nuevo Herald con la noticia de Trump y su tapaboca: «La mascarilla era de color azul oscuro que en un extremo tenía estampado el sello de color dorado de la Presidencia y estaba sujeta a sus orejas». ¿En qué momento sacar a pasear a un tonto se convirtió en la pasarela de verano 2020?

No es tonto, dirá usted con ánimo analítico. Trump lo hace por razones político-tácticas de cara a las elecciones de noviembre en el Norte. Pero eso precisamente —pensar que cuestionar el uso de la mascarilla es una apuesta política legítima— ilustra lo que es ser corto de entendederas.

Sin embargo, no nos pongamos demasiado arrogantes, aquí encaramados en la cima del monte de la superioridad moral. Mis insultos al gran jefe Naranja Agria están bien ganados. Pero podría dar impresión de que la estupidez es intrínseca y no lo es. Aquí está lo importante.

Contrario a lo que podemos pensar, el rechazo al uso de mascarillas —como la resistencia a aplicar otras lecciones de la ciencia— no es primordialmente cuestión de falta de información. Es un problema de actuar por información dañina. Para aclarar: quizá haya alguna gente neurológicamente tonta, pero para la mayoría la estupidez es asunto aprendido. Esta es la dimensión de la estupidez humana que no debemos subestimar. Porque aunque Trump hoy se ponga un tapaboca, al mismo tiempo hay legiones de gente siendo educadas para equivocarse.

Es grave cuando la educación se pone en manos de quienes la usan para ampliar la torpeza de los ciudadanos. 

Nos gusta pensar que la educación es un bien y la promovemos activamente. Pero ella no es solo proceso —la realización del derecho de ir a la escuela— sino sobre todo contenido: el derecho a aprender información veraz, útil y conducente al bienestar. Es grave cuando la educación se pone en manos de quienes la usan para ampliar la torpeza de los ciudadanos. Lo que dio su base votante a Trump fue la educación institucionalizada de una generación amplia de cristianos (así, en cursiva) fundamentalistas, criados para rechazar la evidencia práctica tanto como para seguir impensantes la instrucción de sus pastores y de comunicadores de intolerancia.

Debe preocuparnos mucho cuando vemos toda suerte de vendedores ambulantes de remedios falsos disfrazados de religión que se adentran en los sistemas educativos, en la regencia de colegios y escuelas y en la definición de las políticas educativas. En Guatemala lo vimos en tiempos del siempre traicionero Jimmy Morales: no costó movilizar en rechazo de la justicia a masas educadas para no pensar. Y la influencia para educarlos así vino justamente de los mismos sectores y a través de la misma gente que construyeron la estupidez aprendida que hoy asola la democracia estadounidense.

Imagen: Ternero recién nacido en paja (1884), de Vincent Van Gogh.

Original en Plaza Pública

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