Con voluntad o sin ella, son las conductas prácticas las que producen cambios.
¿Alguna vez ha querido perder peso? Esta experiencia, común en vidas sedentarias, es buen modelo para entender por qué el voluntarismo nunca alcanzará para cambiar una sociedad.
Recientemente tuve un sparring amistoso por Twitter. La materia del debate era la ausencia de mujeres en política. Yo apostaba por usar cuotas para las mujeres como forma de aumentar las oportunidades de participación femenina en un espacio dominado casi exclusivamente por los hombres (si lo duda, baste un vistazo al Congreso, la ANAM o las cámaras empresariales). Mi interlocutor no creía en las cuotas, prefiriendo la voluntad y la capacidad como mecanismos para ampliar la proporción de mujeres que activan en política.
El problema es que la voluntad sirve de poco, poquísimo, cuando se trata de hacer cambios. Y vuelvo al ejemplo de la pérdida de peso. Año con año podremos decir: «hoy sí, bajaré de peso». Y las libras seguirán allí, aumentando, a menos que hagamos lo necesario. Por el contrario, comiendo menos y haciendo más ejercicio, las libras desaparecen, aunque no lo queramos. ¿Cuál es la diferencia? Con voluntad o sin ella, son las conductas prácticas las que producen cambios. De allí el dicho, trillado pero preciso, atribuido a Gandhi: «ser el cambio que queremos ver»: los cambios no pasan porque los queremos, pasan porque cambiamos.
Podemos querer más mujeres en la política, y alentar la presencia de las niñas en la escuela. Podemos aspirar a tener tantas empresarias como empresarios, y querer que las mujeres reciban igual salario que los hombres por igual trabajo. Pero quererlo no logra absolutamente nada, a menos que las mujeres tengan la oportunidad práctica para conseguir igualdad. Empecemos por preguntarnos, al ver el Congreso, las municipalidades, los partidos políticos, las cámaras empresariales, el CACIF, ¿por qué hay tan pocas mujeres allí? ¿Es que acaso no quieren liderar, no tienen la capacidad para hacerlo? Si la postura voluntarista fuera correcta, no quedaría más que admitir lo obvio: el que las mujeres no estén en política es evidencia de que no quieren. Caso cerrado.
Afortunadamente esa postura es tan errónea como ilusoria. La experiencia de las pocas mujeres que sí llegan al poder, y la evidencia de sociedades donde hay mayor paridad entre hombres y mujeres en puestos de poder demuestran que ellas son tan capaces – para lo bueno y para lo malo – como los hombres. Entonces, ¿por qué tenemos tan pocas mujeres en la cosa pública?
Para aclarar, aprovechemos un par de conceptos de Amartya Sen, incorporados al desarrollo humano, que hoy abraza con entusiasmo la élite empresarial en Guatemala como la forma de «construir una sociedad más próspera, más solidaria, más incluyente y más segura»: capacidad y oportunidad. Capacidad se refiere a características de los sujetos – su voluntad y competencias. Mientras tanto, oportunidad es la coyuntura que encuentran para hacer realidad su bienestar aprovechando esas características.
¿De qué serviría animar a una mujer a votar, si luego no hubiera un puesto de votación al que pudiera acceder? ¿Qué se logra involucrando a las mujeres como peones en la base de los partidos políticos, si luego no pueden pasar a puestos de dirección? ¿Cuánto beneficia la educación en colegios caros a las hijas de la élite, si luego sólo sus hermanos van a las juntas directivas de las cámaras empresariales, nunca ellas?
El uso de cuotas en política, como las transferencias condicionadas en efectivo, las becas a las niñas y políticas similares, no modifican capacidades, pero garantizan oportunidades para aplicar dichas capacidades. Contrario a lo que se critica, no crean desigualdad, sino que atacan explícitamente una igualdad engañosa, que sólo sirve para perpetuar la exclusión. Abren las puertas para que esa votante, efectivamente vote; para que esa activista de barrio comande una cuadrilla, luego un distrito y eventualmente se postule a un puesto público. Involucran la voz silenciosa y silenciada de las mujeres de la élite en la conversación nacional. Ellas también son dueñas, tienen voluntad y responsabilidad.
El tema de fondo no son las cuotas. Éstas podrán ser temporales, soluciones imperfectas pero útiles. El tema de fondo es que sólo desde la cómoda ventaja de quienes tenemos el camino allanado –hombres, blancos, acomodados– es posible descalificar las opciones que tumban de forma activa las barreras a la oportunidad para otras. El reto es que para admitirlo, primero debemos cuestionarnos a nosotros mismos. ¿Y si llegué hasta aquí, no tanto por mis innatos talentos y gran esfuerzo, sino porque era hombre, blanco, rico? Temible tener que admitirlo, y cambiar.