No hay que jugar al tonto

No se puede construir una sociedad política, ni una economía moderna, sobre el principio de estrangular al Estado.
A raíz del activismo fiscal del embajador alemán, que anda promoviendo que los guatemaltecos paguemos más impuestos, un autor publicó en Prensa Libre una nota quejándose de que “la ‘comunidad internacional’ ha de creer que ‘pagando la marimba tiene derecho a pedir las canciones’”.

Alega que los ingresos fiscales de Guatemala se han quintuplicado de 1995 a la fecha, aunque concede que en términos reales solo han crecido al doble por la inflación. Descontando la necesidad de más recursos fiscales, subraya que lo importante es el derroche y la mala calidad del gasto público que hace el Gobierno.

Continúa señalando que Alemania es desarrollada por la productividad de su gente, no por el tamaño del Gobierno. De nuevo, concede que un Gobierno que funciona “razonablemente bien” ayuda también. Remata el columnista señalando al embajador que comete un error si piensa que más impuestos son más desarrollo.

Examinemos un poco más despacio los argumentos. Aunque la columna a la que me refiero es de “opinión”, esto difícilmente justifica decir cualquier cosa para llegar a una conclusión forzada.

Tomemos en primer lugar el argumento del que paga la marimba. Sería muy lindo pensar que los alemanes nos dan asistencia nomás porque la plata se les cae de la bolsa y les sobra corazón. Sin embargo, lo hacen porque conviene a sus fines. Ellos no tienen ninguna obligación de dar cooperación a Guatemala, sobre todo cuando los que podemos pagar en el propio país nos negamos a asumir el compromiso. El que paga la marimba, de hecho, tiene el poder de pedir la canción. Si no nos gusta la canción que pide, lo que toca es poner la plata y pagarla nosotros, no simplemente quejarnos.

Luego está el tema del tamaño y papel del Estado en el desarrollo alemán. Alemania tiene una larga historia, en su mayoría como un disperso conjunto de reinos y “ciudades-Estado”, cada uno haciendo lo propio. No es sino hasta 1871 que se concreta la unidad nacional. La revolución industrial, que llegó tarde a Alemania, el sorprendente desarrollo (crecimiento y también bienestar) y la misma unidad política se concretaron precisamente bajo el control del Estado pruso y su icónico canciller Bismark. Guste o no, el financiamiento y la dirección de la industrialización vino de arriba, como también lo hizo la expansión acelerada de la seguridad social en la segunda mitad del siglo 19. Otro tanto vale para el boom de la postguerra en los años 50: la “economía social de mercado” buscaba un Estado fuerte que evitara los monopolios, incluso los estatales. De forma más sucinta lo dice el reporte sobre estrategias para el crecimiento sostenido y el desarrollo inclusivo de la Comisión de Crecimiento y Desarrollo: “Ningún país ha sostenido el crecimiento rápido sin sostener también tasas impresionantes de inversión pública” (página 5).

Por supuesto que la base del crecimiento era la riqueza y la productividad de las personas, que para entonces ya eran educadas, pero eso no permite ignorar que, además de buey y carreta, también había arriero. Baste un caso para ilustrarlo. En 1892 Hamburgo experimentó la última epidemia de cólera en Europa. Como una de las últimas ciudades libres imperiales, heredera de la Liga Hanseática, se regía a sí misma bajo normas mercantilistas. Los insignes capitanes de la empresa guatemalteca se habrían sentido más que a gusto allí. Los comerciantes que controlaban el ayuntamiento se negaban a clorar el agua bajo el argumento libertario de que ese era problema de cada persona en lo particular. Bismark, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la crisis para quitarlos del poder e incorporar Hamburgo a la federación. Cloró el agua y se acabó la epidemia. Alemania tuvo, y continúa teniendo, un Estado fuerte. No se puede construir una sociedad política, ni una economía moderna, sobre el principio de estrangular al Estado. Solo para empezar, lo deja sin salarios para atraer y contratar personal capaz, no digamos ya sin recursos para invertir. ¿De dónde se supone que salga ese Gobierno “razonablemente” bueno?

Volvamos, sin embargo, al tema de los “enormes” ingresos fiscales, porque este caballito, ya tan cansado, lo han puesto a dar otra vuelta más. Dice el autor que los ingresos se han duplicado desde 1995, tomando en cuenta la inflación. Convenientemente, olvida lo que cualquiera que ha tenido que mantener un hogar conoce de sobra: no basta saber los ingresos, si no se considera para cuántos tienen que alcanzar. En el mismo período (1995 a 2010), la población de Guatemala creció de 9.3 millones a 14.4 millones de personas. Ya nos fregamos. Esos ingresos, que en 1995 se recaudaban a razón de Q724.50 por persona (y obviamente debían alcanzar al mismo ritmo en promedio), ahora han subido, pero apenas a Q1,173.80 por persona (en los mismos quetzalitos constantes que usa el autor comentado). Pero esto es como las ventas por televisión: espere, aún hay más.

Mientras el monto de los ingresos fiscales se duplicó, y la población creció por poco más de la mitad, la economía guatemalteca pasó de Q77 mil millones a Q334 mil millones, es decir, creció 4.3 veces. Ahora somos más, y juntos pagamos más. Sin embargo, como proporción de lo que producimos (el Producto Interno Bruto o PIB), la contribución al fisco apenas ha crecido un quinto: 8.7% a 10.4% del PIB. Es como un hombre que recibe un aumento de sueldo, pero sigue dando la misma magra mesada a la esposa para el gasto familiar. A esto agregue que el crecimiento de la economía nos lo comemos los de arriba, y la cosa comienza a dar vergüenza.

Pero bueno, estas no son cosas para usted y para mí. Mejor las saben los economistas, especialmente aquellos que se dedican a las decanaturas académicas. En medio de todo, debo estar de acuerdo con el columnista en algo: “qué rico es” dice, “cuando no se tiene que vivir con las consecuencias de las equivocadas políticas públicas que irresponsablemente se promueven”. Exacto, qué rico es cuando se tiene suficiente dinero para pagar guardia privado, alambre espigado y talanquera, porque los policías nacionales viven en harapos. Qué rico es tener carro para no rifarse el físico en la camioneta. Qué rico es tener para pagar el colegio privado, para no tener que recibir una mala educación, y poner a los hijos en la empresa en vez de mandarlos de maestros de primaria rural. Me consta, y le consta a él también.

Entonces, necesitamos que crezca la economía, por supuesto. Pero el problema no está en la crítica del embajador de los alemanes, que ponen plata para mantener nuestro Estado enclenque. La vergüenza real está en que quienes podemos vivir al margen de las ventajas y debilidades del Estado, asumamos que ello nos exime de asegurar las ventajas para todos y meter el hombro para resolver las debilidades que afectan a otros, ¡y encima queramos señalar a otros tratando de esconder el problema! El problema está en distraer con un petate de muerto transatlántico y con unos ingresos fiscales que no existen, cuando la culpa y la vergüenza están aquí nomás.

(Un especial agradecimiento a Jonathan Menkos por facilitarme los números. La interpretación, por supuesto, es mía.)

Original en Plaza Pública

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