Imagine: el Ministro de Comunicaciones y Obras Públicas se reúne con su equipo. Hay una carretera con frecuentes accidentes. Deben actuar.
Ingenieros y gerentes revisan los datos. Como en la infame curva de El Chilero, cada par de años se da un accidente y muere mucha gente. ¡Hay que hacer algo! Luego de analizar opciones la comisión recomienda: como la mayoría de heridos muere por no recibir atención a tiempo, coordinemos con el Ministerio de Salud y los bomberos para construir un hospital cerca del sitio. Así los heridos recibirán pronto cuidados de urgencia y se salvarán muchas vidas.
Hasta un ministro sabría que eso no es solución. Los accidentes seguirán incontenibles. El problema no es la eventual sobrevivencia de los heridos, sino un peralte mal construido, la pendiente, el que los pilotos manejan a velocidades excesivas o tantas otras cosas que deben controlarse para que el percance nunca suceda.
Sin embargo, eso es exactamente lo que hacemos con la desnutrición. Desde que tengo memoria hablamos de combatirla. Mucho dinero, muchos corazones estrujados y las mejores mentes se concentran, una y otra vez, en la niñez desnutrida. Tanto que el INCAP —un instituto de talla mundial dedicado a la desnutrición en la tierra de la desnutrición— ya cumplió 70 años. Pero los niños se siguen muriendo de hambre.
Aunque en 26 años mejoramos alguito —en 1990 6 de cada 10 niños eran enanos nutricionales y en 2016 ya solo 4 de cada 10 seguían siéndolo— mantenemos la marca de país fuera de la tendencia: allá, al borde de las gráficas, tenemos la plata (el PIB) pero no la usamos para resolver la desnutrición.
«La pita se rompe por lo más delgado», dice la sabiduría popular. Y los niños desnutridos son lo flaco de la pita.
¿Sabe por qué? Porque la desnutrición no se resuelve atendiendo la desnutrición. «La pita se rompe por lo más delgado», dice la sabiduría popular. Y los niños desnutridos son lo flaco de la pita, que cuando mueren actúan como canario de la mina tóxica de desigualdad, discriminación y racismo llamada Guatemala.
Explico: nuestro Estado finquero-racista tiene ciudadanos de primera, beneficiarios a quienes protege en su perverso statu quo. Tiene ciudadanos de segunda, que malviven en él pero se creen el cuento. Y tiene ganado: la inmensa masa cuya ciudadanía no toma en serio aunque le dé documentos de identidad. Porque no le da otra cosa. A ellos Guatemala los usa, tritura y escupe cuando los dueños de la finca no pueden extraerles más.
Reconocer a cada quien no cuesta. En el ápice, los ciudadanos de primera dicen que generan futuro pero se resisten a contribuir; se congratulan mientras culpan a sus víctimas y promueven, uno tras otro, los gobiernos que nos atropellan. Amancebados con narcos y exmilitares, insistieron que el problema era la Cicig porque no los dejaba depredar con una justicia a su medida.
A los ciudadanos de segunda los encontramos en el espejo: profesionales, comerciantes y burócratas, somos un auténtico precariado: sin seguro de salud ni educación pública, sin jubilación ni expectativas de movilidad social, sujetos al antojo de la élite, apurados a servirle por si sale un chancesito. Y, siempre afuera, los indígenas ( públicamente despreciados por el presidente), los campesinos (criminalizados por los sirvientes de las mineras), las madres solteras (sin anticoncepción y tampoco ayuda para los hijos) y los jóvenes pobres (a quienes piden creatividad sin educación ni empleo y que no protesten).
Y en el fondo del fondo, ahogados bajo la sofocante pila de desprecio, —donde no llegan el agua potable ni los bonos de emergencia ni las escuelas ni la internet ni la dignidad ni los beneficios ciudadanos y mucho menos los alimentos—, allí están los niños desnutridos.
De modo que, si queremos que esos pequeñitos no mueran de hambre, primero tendremos que crear escuela y empleo para sus hermanos. Tendremos que quitar la carga de pecado de sus madres y sacar de la cárcel a sus padres que reclaman la tierra que siempre fue suya, pero les fue arrebatada. Tendremos que reconocer que enseñar a leer en idiomas indígenas es tan responsabilidad de la escuela como enseñar los ríos de África. Que educación y salud pública no son comunismo sino sensatez, y que en el mercado deben triunfar las mejores ideas, no las que vienen del hijo de papi con herencia. Que la justicia es para todos, no para el Cacif. Y que el gobierno está para servirnos. En suma, tendremos que entender que la desnutrición se previene con ciudadanía plena y derecho, con una economía para todos, empezando por los más sencillos.
Ilustración: Bodegón con patatas en un bol (1885), de Vincent Van Gogh.