Dos centenares de prisioneros políticos liberó el régimen de Ortega en Nicaragua. O más bien, expulsó de su propio país el 9 de febrero. No conforme con eso, un día después el tribunal de apelaciones de Managua despojó de su ciudadanía nicaragüense a 94 personas, entre expulsados y otros exiliados.
La noticia en El País dice que Ortega les quitó la nacionalidad. Pero, aunque el diccionario iguala las segundas acepciones, conviene distinguir entre ciudadanía —la cualidad y derecho del ciudadano conferida por el Estado— y nacionalidad —la condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación, que surge de nacer en un lugar y entre una gente particulares—.
Esa distinción importa, porque Ortega habrá negado la ciudadanía, pero no conseguirá quitar la nacionalidad. Aunque sacó a los disidentes de Nicaragua, seguramente no sacó a Nicaragua de los disidentes.
Sin embargo, la nueva ofensa barrunta algo más profundo. Tras 2 siglos de ensayar sin creer el modelo europeo liberal, nuestros Estados —particularmente los 4 del norte de Centroamérica— siguen siendo casos límite, inservibles al bien común. Y la expulsión de nicaragüenses se suma a la paulatina fractura del continente, no entre Estados, sino entre bandos que, ignorando a los Estados, se enfrentan desde el Norte hasta el Sur. Lo que vemos es un Estado nicaragüense decimonónico que ensaya su propia extinción y un gobierno que se apura a ejecutar ese suicidio.
No es que falten antecedentes. En Guatemala vienen al menos desde 2015, cuando la élite se percató de que la justicia del Estado podría dejar de servirles y perseguir sus prácticas anticompetitivas y corruptas. No ha tenido empacho en acabar con cualquier vestigio de institucionalidad de justicia justa, uniendo causa con gente como Jimmy Morales y Alejandro Giammattei.
Pero es El Salvador quizá el caso más significativo. Bukele, el dictador cool, para conseguir obediencia ha declarado la guerra, no tanto al establishment económico y político como, en nombre de acabar con las maras, a una fracción importante de su propia ciudadanía: aquella que de la pobreza pasó a la violencia. Con su megacárcel y sus redadas Bukele institucionaliza lo que los Estados formalmente liberales nunca se atrevieron a afirmar, aunque lo practicaran cotidianamente: que dentro de su territorio hay personas a las que no consideran ciudadanos, escasamente las consideran personas. Es como si en 3 siglos el Estado hubiera transitado del antiguo régimen monárquico al panóptico de Bentham y las innovaciones criminalísticas de Beccaria, solo para recorrer el camino de vuelta hacia la arbitrariedad del soberano absoluto. Poco falta para pedir ejecuciones públicas por delitos de lesa majestad.
Y la gente, cómplice incauta del fin de su poca y precaria ciudadanía moderna, aplaude el camino a la paz del miedo, donde serán siervos de una nueva gleba: protegidos mientras protesten lealtad al amo, pero sin derechos en el momento en que, como hoy en Nicaragua, este los perciba como «traidores».
Del Norte no vendrá consuelo, como ya vimos con Trump, ese cáncer que desde dentro amenaza su Estado liberal. Lo confirma el muy demócrata Secretario de Estado Blinken cuando afirma que Ortega, al expulsar ciudadanos y arrancarles sus derechos, da «un paso constructivo hacia abordar los abusos de derechos humanos y abre la puerta para más diálogo». Temo preguntar de qué diálogo habla, y para construir qué cosa.
Con todo, más que perdernos en el pesimismo, quizá debemos hablar de incertidumbre. Quizá estos incidentes no son sino síntomas mórbidos del nuevo interregno del que escribe De Sousa Santos. Porque expulsar críticos, como hoy hace Ortega, como también intenta Bukele y hace tiempo practican los vende patrias en Guatemala, mueve una pieza potencialmente transformadora: agrega la levadura del liderazgo a una masa que hace rato es migrante.
Sergio Ramírez, galardonado escritor nicaragüense, exiliado a quien Ortega también arrancó la ciudadanía, preside Centroamérica Cuenta, el festival literario más importante de la región. Correctamente identifica que el objeto a contar no son los países, sino la región. Es momento para que los líderes nicaragüenses se encuentren con sus iguales guatemaltecos y salvadoreños en el exilio y reconozcan una causa común. La democracia centroamericana solo vendrá de actuar juntos. Y suficientes centroamericanos encontrarán ya, sin siquiera pasar al sur del río Suchiate.
En vez de llorar una Nicaragua que nunca debió existir (como tampoco debieron existir los Estados de Guatemala, Honduras, El Salvador, hasta Costa Rica), quizá hoy tienen la oportunidad para pensar, contar e inventar una Centroamérica posible, una Centroamérica necesaria.
Ilustración: En otras noticias, la NASA desmintió que entre los países haya fronteras (2023, basado en imagen satelital GOES-East)