Morir por la patria

Ir a la guerra es ir a morir y matar. Nadie lo duda. La pregunta es por quién se mata y por quién se muere. La pregunta es contra quién se pelea.

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Somos los humanos notablemente violentos. No solo violentos hacia otras especies, como cualquier depredador (que lo somos), sino también violentos entre nosotros mismos. Los perros se agreden mutuamente, y entre leones un nuevo macho alfa practica violento el infanticidio de los cachorros de sus parejas por ser ellos progenie del competidor reemplazado. Y el líder de una banda de chimpancés mantiene el control a través de la violencia que aplican sus esbirros. Pero el uso sistemático y a escala gigantesca de la violencia sobre los congéneres ha sido particularidad humana desde siempre: define quién manda, quién obedece y qué le pertenece a quién. Los reyes rigieron por violentos. Los conquistadores conquistaron con violencia. Y el Estado nos controla con la amenaza de la violencia y con su aplicación eficaz cada vez que incumplimos sus mandatos.

Con todo, la historia humana no es solo un río incesante de sangre. Pinker ha argumentado con minuciosa documentación: a lo largo de los milenios la violencia bajó dramáticamente y las grandes conflagraciones son cada vez más excepcionales en nuestra historia. Desde muy atrás es probable que los humanos literalmente nos domesticamos a nosotros mismos. Redujimos nuestra violencia mutua, controlamos nuestra reproducción, seleccionamos características infantiles y nos adaptamos a la vida en sociedad.

Pero a medida que crecimos en número y nos aglomeramos en ciudades el más efectivo domesticador humano resultó ser el Estado de Derecho. El Leviatán no solo domestica a unos humanos en favor de otros, como cuando los hombres controlan a las mujeres y a los niños, sino que nos domestica a todos. Construye un rebaño donde el cargo de pastor está abierto a elección y sujeto a reglas. Domestica al domador. Nomás queda el incómodo detalle de la muerte necesaria. Porque el criador mata a sus ovejas para comérselas y mata al lobo para evitar que este se las coma.

Quien manda morir y quien muere en consecuencia siguen siendo —en general y convenientemente— distintos.

Así volvemos a la guerra. Inventamos las razones razonables —patria, honor y defensa propia son las más manidas— por las que se puede mandar a los hijos de otros a matar y morir por nosotros. Y también inventamos las formas formales para matar: con orgullo, de frente, en ley. Dulce et decorum est pro patria mori. Con todo, quien manda morir y quien muere en consecuencia siguen siendo —en general y convenientemente— distintos.

Pero la realidad tiene la mala costumbre de hacerles agujeros irónicos a nuestras historias, a nuestras razones y formas. Resultó que la guerra que importaba no era entre humanos. Vino un bicho invisible e innumerable, impensante fragmento de material genético que, cabalgando sobre nuestra tos, se cebó contra nosotros y nuestros inventos. Igual hicimos la guerra, que así le llamaron, siempre mandando a los hijos de otros —esta vez a los que visten de blanco o celeste en hospitales y clínicas, pero también a los que visten de cartero o tendero— a pelear contra él o morir en el intento. El frente surge, avanza, retrocede y vuelve otra vez. Lo trazamos en mapas y conteos de caídos: Asia a Europa a América, también a África, norte a sur, ricos a pobres.

Y en el camino pasó una cosa curiosa, se dio un escamoteo digno del mejor charlatán callejero. La confrontación requiere municiones, poner la economía al servicio bélico, afirma el merolico mayor en el Norte. Se necesitan poderes de guerra. Hace eco a otro charlatán, que en Hungría ha visto sus poderes de excepción misteriosamente transformados en permanentes, todo porque hay que combatir al virus. Y da ejemplo a tantos aspirantes, cada uno en su esquina, cada uno en su pequeña comarca.

Y la trampa mayor —¡¿dónde va la bolita, señores?!— es que resulta que la patria a defender no es la gente sino la economía misma. Nosotros ilusos, que pensábamos que la plata era para la gente, no la gente para la plata. Servilleta al cuello y aderezado con microbios, Uróboros se apresta a disfrutar de un suntuoso almuerzo de rabo.

Ilustración: Carro con buey rojo-marrón (1884), de Vincent Van Gogh.

Original en Plaza Pública

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