Mi Familia Progresa ha sido la iniciativa del gobierno criticada de forma más estridente. Mientras que ante al problema de la violencia las quejas se han centrado en la poca eficacia del gobierno, en el caso de Mi Familia Progresa paradójicamente los reproches se fijan en lo que sí se hace. Un reproche importante se ha vertido sobre los valores que ello representa.
El éxito de los programas de transferencias monetarias condicionadas está ligado a la calidad de los servicios a los que asisten los beneficiarios.
Esto no es banal. En una sociedad donde lo usual es la ineficacia gubernamental, aquí tenemos el caso contrario: aunque están pasando cosas, la crítica no cesa.
Para resumir la cuestión, Mi Familia Progresa es un programa de “transferencias monetarias condicionadas”. En tales programas, las personas, en su mayoría madres de familia, reciben un monto limitado de dinero a cambio de cumplir con ciertas “corresponsabilidades”. Las más usuales son: asegurar la asistencia diaria de los hijos a la escuela, y la consulta periódica a los servicios de salud. En los programas más sofisticados, el monto de dinero transferido a una familia varía dependiendo del número y edad de los hijos, de las características de pobreza del hogar y/o de las características de pobreza de la comunidad.
Tales programas se desarrollaron primero en México y Brasil, pero luego se extendieron por toda Latinoamérica. De hecho, Guatemala es uno de los países que más tardíamente adoptó esta política. Su eficacia para combatir la pobreza rural en Latinoamérica ha sido espectacular, pues se estima que estos programas benefician actualmente a unos 110 millones de personas en la región. A la vez debe matizarse el cuadro, pues enfrentan mayor dificultad para tratar los problemas de la pobreza urbana y para superar por sí solos los retos en la calidad de los servicios.
Según datos del propio programa, en Guatemala Mi Familia Progresa entrega entre Q150 y Q400 por familia, en 302 municipios distribuidos en los 22 departamentos. A cambio de ello, las familias se comprometen a la asistencia diaria de los hijos e hijas a la escuela (deben mantener un 80% de asistencia escolar mensual para permanecer en el programa), a chequeos clínicos regulares en los servicios disponibles en la comunidad, y a asistir a las capacitaciones en salud y educación que ofrece el programa. Los pagos y beneficios se suspenden si las personas dejan de asistir de forma regular a los servicios y capacitaciones.
Hasta allí los hechos. ¿Qué de las formas? Una de las vertientes críticas más severas con el programa ha tenido que ver con su falta de transparencia. Por muchos meses un par de diputadas se dieron a la tarea, nada fácil, de exigir información sobre las beneficiarias del programa. La resistencia del programa y de su madrina política – la esposa del presidente – transformó en una batalla campal lo que podría haber sido una respuesta rutinaria ante la legítima función de vigilancia del Legislativo sobre el Ejecutivo, y una solicitud razonable bajo la recién estrenada Ley de Acceso Libre a la Información.
Un segundo aspecto criticado de la implementación de Mi Familia Progresa ha sido su inserción atropellada dentro del presupuesto y la institucionalidad del Ministerio de Educación. Esto ocurrió a los pocos meses de fundado el programa, como una medida astuta para prevenir el cuestionamiento de su base legal, y así garantizar su funcionamiento. Sin embargo, tuvo como consecuencia el desvío de recursos regulares del ministerio más grande y más crítico para el desarrollo social de mediano plazo. Además, desvió la atención de las autoridades ministeriales del funcionamiento – ya de por sí complejo – de su institución.
Son más que visibles los lazos de autoridad que desde la tercera puerta de la Casa Presidencial se han tendido hacia los ministerios de Educación y Salud. La tensión entre poder real y poder formal que esto genera ya le ha costado el puesto a más de algún ministro o ministra que no pudo o no quiso alinearse con la política supraministerial. La experiencia internacional ha mostrado que el éxito de los programas de transferencias monetarias condicionadas para afectar la pobreza de manera sostenida está íntimamente ligado a la calidad de los servicios a los que asisten los beneficiarios. Debilitar la institucionalidad y presupuesto del Ministerio de Educación, e interferir en la gestión de los ministerios de salud y educación ha sido como “borrar con el codo lo que se escribe con la mano.”
En otro plano, la crítica a los valores subyacentes al programa ha hecho emerger con nitidez en la discusión nacional algunos de los aspectos menos salubres de nuestra ideología y cultura políticas. Un reproche persistente ha sido que las transferencias “fomentan la mendicidad.” Detrás de esta acusación se esconden supuestos que deben ser examinados. En el mejor de los casos se asume que los pobres son moralmente débiles, sujetos a dejar de trabajar si reciben Q300 al mes. En el peor de los casos, que no merecen este apoyo. Esta crítica, resabio de las nociones de “pobreza buena” y “pobreza mala” prevalentes en el siglo XIX, tiene poco sustento moral y empírico.
La debilidad moral del argumento se hace visible al considerar que nadie califica a los grandes empresarios y a la clase media urbana de propensos a la mendicidad. Sin embargo, reciben (¡recibimos!) considerables beneficios del estado en forma de exenciones fiscales por una variedad de actividades comerciales, o simplemente por acceder a a una educación privada exenta de IVA e impuesto sobre la renta. Lo que vale para estos, seguramente vale para los pobres, pues las transferencias condicionadas no son sino “impuestos negativos” – beneficios ya debidos por el estado ante una situación inequitativa y, de forma más pertinente, inversiones que el estado hace en factores de desarrollo económico y social.
Finalmente, y he aquí el golpe de gracia, la evidencia empírica aboga firmemente en favor de las transferencias condicionadas. Los datos muestran que son una medida efectiva de política. Un estudio reciente realizado con datos del Ministerio de Educación arroja resultados interesantes (dicho sea de paso, sí hay cosas buenas en Guatemala, hechas con el concurso de muchos a lo largo del tiempo: dicho ministerio cuenta ya con casi dos décadas de datos detallados. Imperfectos quizá, pero muy útiles).
En primera instancia, la información señala que la matrícula escolar (la proporción de chicos y chicas en edad escolar que efectivamente están en la escuela), y la tasa de terminación (la proporción de todos los inscritos que termina cada ciclo – pre-primaria, primaria y básicos), han estado subiendo paulatinamente como total nacional y para la mayoría de municipios. No es sorpresa que esto sea más marcado en la primaria que en la pre-primaria y los básicos, pues aquí ha estado la mayor inversión pública.
Sin embargo, el hallazgo más interesante está en el período 2008 a 2009, cuando entró en operación Mi Familia Progresa. Para el caso de 88 municipios estudiados, los investigadores determinaron que, para la preprimaria y la primaria, el avance era bastante mayor en el caso de los municipios cubiertos por el programa – a pesar de ser municipios postergados – que en los municipios no cubiertos. Esta diferencia se mantuvo al examinar los datos por departamento. En todos los casos los municipios con el programa mostraron mejorías en su matrícula y terminación de preprimaria y primaria, mayores que las de sus homólogos sin el programa, en el mismo departamento.
Quedan, por supuesto, retos pendientes. No sabemos si la calidad de la educación que recibieron estos chicos fue buena, o si alcanzaron los libros de texto y otros recursos en las aulas que ahora estaban a reventar. Sin embargo, negar lo que se ha conseguido es empeñarse, por motivos de simple interés partidista o, peor aún, por ideología elitista, a ver el vaso medio vacío, donde hay indudablemente un vaso que se está llenando.
Entonces, toca hacer a un lado el ruido de las críticas prejuiciosas a la inversión en los pobres, y enfocarnos en las reales debilidades de una gestión poco transparente y antojadiza de la cosa pública. Es necesario que nos quedemos con las nueces de un programa que sin duda contribuye a resolver los problemas de cantidad en los servicios de educación y salud para los más pobres. Cualquiera que se haga con el poder en la siguiente gestión no debe perder el tiempo queriendo reinventar la rueda o hacer borrón y cuenta nueva simplemente por destruir de forma idiota el legado de un contrincante. Debe mejorarse la transparencia del programa, perfeccionar sus mecanismos de selección, entrega y evaluación y su base institucional. Lo que toca es construir sobre lo que ya se ha logrado, mejorando lo que falta y superando las debilidades. Esto no es optativo, más bien es urgente.
Notas
(Agradezco la orientación de Ricardo Valladares para entender los meandros operativos de Mi Familia Progresa).
Ilustración: Nueces (2023, con elementos de Adobe Firefly)