Mientras los individuos debemos resignarnos cada día a una cuota menor de tiempo para enderezar, para las colectividades el futuro siempre está abierto.
A veces cuesta creer que haya progreso en estas tierras. Leer los diarios, con su persistente cuenta de muerte, pobreza, privilegio y defraudación, hace fácil pensar que vivimos en una noria, dando vueltas sin cesar, siempre sobre los mismos problemas.
Sin embargo, en los últimos 30 años vimos al Estado dejar de ser el enemigo monstruoso del ciudadano que era en los años 1980. Muchos más niños van a la escuela primaria, aunque la escuela siga siendo mala. Muy lentamente se va cerrando el cerco a la evasión y a los privilegios fiscales. El silencio atemorizado ha sido sustituido por una persistente cacofonía de opiniones. Seguimos con muchos y enormes problemas, con amenazas claras de retroceso, pero no cabe duda de que hoy somos muy distintos de como éramos hace apenas unas décadas.
Claro que tenemos mucho que crecer, pero quizá el reto de hoy sea sobre todo madurar. Dice el diccionario que madurar es «estar en sazón», alcanzar un «estado de perfección en su línea […] ser prudente, juicioso, sesudo». En nuestras vidas y en las de los que nos rodean es fácil entender la noción de madurez, pues la vemos y experimentamos año con año, desde la infancia y en adelante, como individuos. Simplificando, lo invito a que pensemos un poco sobre los últimos 100 años de nuestra historia en esos términos.
Digamos que Ubico cerró el ciclo de la infancia guatemalteca. La inconsciencia sobre el entorno, la exclusión del campesinado indígena (aun de la ciudadanía más básica —el voto—), la economía precapitalista y el temor irracional al comunismo eran las bases imaginarias de esa infancia. Los arranques desmedidos de un niño pequeño son el símil de las actuaciones arbitrarias de ese tirano y de tantos antes de él.
El período revolucionario, la década 1944-1954, fue como una adolescencia. Imperfectos e incompletos, esos diez años de primavera dieron la oportunidad de crecer, pero sobre todo de fortalecerse, de reconocerse como ente independiente y responsable. Creamos instituciones indispensables para la democracia de masas, entramos al contexto mundial como miembro pleno, formalmente incorporamos a toda la población al Estado y modernizamos las relaciones económicas del mercado. Sin embargo, fue una adolescencia que terminó en desastre. Como el joven que, en lugar de dedicarse a estudiar o a trabajar, escoge mal y termina en la cárcel aún sin haberse hecho adulto pleno. La patria se vio descarriada de su promesa de vida en 1954.
El resultado fue una larga prisión-guerra. Tres décadas y media de pan y agua, de palo y encierro. Salimos al fin, menos por buena conducta que por cansancio del carcelero y porque se acabó el presupuesto de la prisión. Golpeados pero enteros, en 1996, con la firma de la paz, dejamos atrás ese período oscuro. Pero desde entonces hemos estado dando tumbos, mejorando un poquito aquí, desaprendiendo mucho por allá, como el expresidiario que apenas consigue empleos de medio pelo, cuando no se dedica al raterismo más vulgar.
Ahora estamos como el sujeto que, habiendo empezado mal, hoy pasa de los 30 años y sigue viviendo en casa de mamá. A veces se porta de forma ejemplar —como en la plaza en 2015—, pero la mayoría de las veces nos hace sospechar que no ha aprendido nada. Si no cambia, las cosas irán de mal en peor. Si endereza su vida, quizá viva otros 50, hasta 60 años, y pueda trabajar, formar una familia, ver nietos. Pero tiene que cambiar.
Baste hasta aquí el símil y quede la lección. A diferencia de la vida humana, la de las sociedades, los Estados y las instituciones es abierta y extensa. Mientras las personas tenemos apenas unas décadas para hacer bien y enfrentar la muerte, la vida civil es mucho más larga, pero también más incierta. Mientras los individuos debemos resignarnos cada día a una cuota menor de tiempo para enderezar, para las colectividades el futuro siempre está abierto.
Por eso es que todos los días enfrentamos una disyuntiva que no se resuelve del todo. Podemos seguir huyendo de la responsabilidad y vivir como eternos aniñados. O podemos asumir como sociedad nuestras responsabilidades. Procesar y resolver las atrocidades de la guerra, reconocer la urgencia de invertir en los jóvenes y desterrar la pobreza. Procurar la justicia y la equidad, aun cuando los más poderosos deban ceder un poco para ello. Esto es madurar.