Anteriormente sugerí que no basta pensar en los migrantes como víctimas, menos aún como culpables. Necesitamos reconocer a las poblaciones móviles como actores que —en su contexto específico— deciden lo que quieren y procuran conseguirlo.
Pero pasar del foco en los Estados a la humanidad de los migrantes es solo el principio. Aunque reconoce la agencia de quien decide partir, no examina la migración como fenómeno colectivo.
La decisión de partir cristaliza en el espacio íntimo de la persona y la familia. Pero condensa razones y propósitos que no comienzan ni terminan allí. Muy distintas percepciones tienen el fiscal que busca asilo ante un régimen corrupto, el empresario que se instala en Miami, harto del pantano anticompetitivo de Centroamérica, y el joven chuj que abandona Huehuetenango para reunirse con su padre en los EE. UU. Sus percepciones específicas se construyen en redes interpersonales que llamamos comunidad, clase o, más ampliamente, cultura.
Así resulta insuficiente la visión hidráulica de las autoridades migratorias, ocupadas en sellar envases, encauzar flujos y evitar rebalses. Se jactan de deportar indocumentados, como quien pasa la esponja sobre el derrame, cuando ellas mismas crean los problemas al definir barreras infranqueables y proscribir a la gente.
Mientras tanto, las personas siguen valorando lo que construyen juntas, incluyendo razones para migrar. No es nueva la noción de la migración como rito de paso que, particularmente entre hombres jóvenes, afirma la autonomía familiar y económica. Y las anécdotas sugieren que eso mismo ocurre en el occidente guatemalteco. Incluso en familias que no necesitan migrar los jóvenes lo ven como mojón de vida, un pasaje que los hará adultos proveedores de prosperidad.
En escala mayor vemos surgir caravanas de migrantes tenuemente organizados que viajan juntos al Norte. No ha faltado quien las denuncie como iniciativas de coyotes o —como hizo el narco expresidente hondureño Juan Orlando Hernández— las atribuya a «grupos políticos interesados en desestabilizar el país». Quizá era cierto, pero no por las razones que esgrimió.
Las caravanas responden a presiones prácticas: en ellas se suman, al posible emprendimiento del coyote y a la indudable iniciativa del migrante, el beneficio de enfrentar juntos las amenazas de la depredación particular y de la represión estatal, la posibilidad de compartir información y también de ahorrar recursos escasos. Como mínimo, las caravanas son hervideros de autoorganización, que condensan poder, economía, cultura e incluso institucionalidad incipiente.
Eduardo Torre Cantalapiedra ve y va más lejos: sugiere que las caravanas, además de movilidad, son protesta. Pueden considerarse movimientos sociales. Es en este sentido que acertó la maliciosa denuncia del expresidente hondureño al reconocer enemigos en la caravana de 2018; nomás falló al culpar a sus rivales políticos. El contrincante real era su propia ciudadanía, harta de la desatención.
El territorio y las fronteras podrán ser de los Estados, pero quienes migran portan consigo vida, capacidades y dignidad.
La protesta-caravana puso en entredicho la autoridad del Estado hondureño, pero también la de los Estados guatemalteco, mexicano y estadounidense. El territorio y las fronteras podrían ser de los Estados, pero los migrantes portaban consigo vida, voluntad y dignidad.
No es poca cosa. Por eso los Estados resisten con lujo de fuerza que los migrantes pasen juntos las fronteras. Más discretamente los reducen a expedientes individuales en procesos nacionales de investigación, documentación, asilo o deportación. Incluso intentan «revertir» el rito de paso al infantilizarlos como víctimas incompetentes. Pero todo subraya su potencial: aquí, allá y en tránsito podrían ser comunidad política, por debajo o por encima de la ciudadanía que les imponen los Estados nación.
El argumento puede parecer utópico. Pero el neoliberalismo prometió prosperidad, dio movilidad al dinero y sujetó a la gente. Y solo consiguió esparcir pobreza y contaminar el ambiente. Sería una ocurrencia si el modelo de Estado de Westfalia no exhibiera cada vez más excepciones: por agregación, en Europa; porque nunca arraigó, en partes de África y Asia; o por insuficiencia, en la Latinoamérica de regímenes cuasi o seudodemocráticos y hasta en los Estados Unidos del Partido Republicano antielectoral.
Pero, sobre todas las razones humanas, es el cambio climático el que no dará otra opción que migrar a muchísimas personas. Y migrar puede ser una respuesta eficaz y beneficiosa ante procesos que harán inhabitables grandes territorios tropicales mientras junto a los polos se abren otros a la ocupación humana. Pero exigirá inventar la organización del poder y las instituciones que permitan una migración efectiva, ordenada y segura. En el siglo XVII las fronteras soberanas fueron una buena solución a la sangría masiva de las guerras religiosas en Europa. Hoy son una pésima respuesta a la realidad imperativa de la movilidad derivada del cambio climático.
Imagen: (No es) lo que pensó Jefferson (2022, foto propia)