A la mecanografía en algún momento le dieron el golpe en la nuca y salió sobrando del currículo. ¿Qué nos hace pensar que no es hora de hacer lo mismo con el ejército?
Si usted tiene mi edad, seguro que la mecanografía figuró notablemente en su educación. Empezó por sentarse frente a esas teclas duras: «asdf ñlkj asdf ñlkj». También habrá visto de cerca la desaparición de la máquina de escribir, sustituida por el computador. Y con apenas unos años menos que yo, jamás habrá usado uno de esos aparatos. Desde su infancia presiona teclas leves y mágicamente aparecen letras en una pantalla luminosa.
Sin embargo, cuando se elaboró en 2009 el currículo de primero básico, todavía destacaba la mecanografía. En detalle arcaico hablaba de topes marginales y de papel pasante. Apenas un año más tarde, cuando se publicó el currículo de segundo, todo aquello había desaparecido.
Se trata de un pequeño pero aleccionador episodio de cambio social. La tecnología se transformó y algunos se resistían, pero eventualmente fueron superados por el progreso. ¿Quiénes no querrían cambiar? Seguramente no los estudiantes, ávidos de novedades. Los adalides de la mecanografía, que insistieron en incluirla en el currículo en pleno siglo XXI, habrán sido los mismos mecanógrafos.
La máquina de escribir es una tecnología: una forma de depositar en materiales y prácticas el conocimiento para resolver algún problema. Fue una gran tecnología que sirvió para un propósito específico. Antes podíamos escribir rápido, pero no se podía leer ni reproducir fácil. O podíamos escribir con letra legible, pero no rápido ni de manera repetible. La mecanografía resolvió el problema en el siglo XIX y rápidamente colonizó el mundo de las oficinas. Incluso nos dejó una herencia indeleble: el teclado qwerty hoy vive hasta en los teléfonos celulares, donde tiene poco sentido.
Pero sorpréndase. No estamos aquí para hablar de mecanografía, sino del ejército, que es igualmente una tecnología cuyo momento ya pasó. En tiempos cuando conseguir riqueza dependía de arrebatarla a otro por la fuerza, la opción era simple: o matar gente a mano y uno por uno, o desarrollar una tecnología para hacerlo rápido. Esta tecnología fue el ejército. Funcionó. Y muy bien. Demasiado bien.
Los tiempos han cambiado. Las dos grandes guerras del siglo XX mostraron que la violencia en gran escala no es la forma mejor de resolver diferencias sociales, ni siquiera para apropiarse de la riqueza. Ahora decimos que fue por razones de derecho y dignidad, pero tengo mis dudas. Sin embargo, el resultado fue el mismo: poco a poco salió la guerra del día a día civilizado. Hoy la función de la violencia de Estado se ha desplazado en dos direcciones: hacia arriba se hizo más sofisticada, letal y aséptica. Piense en los aviones no tripulados que, desde oficinas en los Estados Unidos, algún soldado de escritorio manda incursionar en Pakistán para llevar muerte a malos y buenos por igual. Hacia abajo también ha sido rebasada por medios más sutiles: algunos positivos como la democracia, otros negativos como el consumismo o el espionaje ciudadano. Los tres consiguen controlar sin matar.
Valga un ejemplo más. Mi tío, hombre de otros tiempos, tenía en su sala un enorme radio de tubos. Además de las radiotransmisiones emitía extraños crujidos de estática. Contaba con un luminoso ojo verde que señalaba cuando la recepción era óptima. Hoy podríamos fabricar receptores con esa tecnología antigua y funcionarían. No sería difícil. Pero China y Estados Unidos nos suplen de todos los MP3 que queramos, que funcionan mejor y a una fracción del costo. Igual con el ejército. Podemos seguir manteniendo esa máquina de escribir. O fabricando nuestro radio de tubos institucional, con su ojo verde olivo, que tarda en calentar, que ocupa un montón de espacio, que funciona pero cruje de corrupción. Que el usuario del MP3 desdeña con toda razón.
Esto es un sinsentido y exige ser eficientes, descarnados. A la mecanografía y a sus entusiastas en algún momento les dieron el golpe en la nuca y salieron sobrando del currículo para bien (aunque sobrevivan marginalmente las academias de mecanografía, agrego). ¿Qué nos hace pensar que no es hora de hacer lo mismo con el ejército en nuestra sociedad? La sustitución de funciones (incluyendo el malhadado papel de policía torpe), sus intervenciones en desastres o, con vergüenza, fabricar pelotas deportivas son empeños por sobrevivir cuando ya se pasó la fecha de caducidad. Y es como con la leche: excelente cuando fresca, cada vez más agria cuando ha caducado.
Policía, justicia, leyes, democracia, mercado y responsabilidad ciudadana: necesitan crecer y cuesta. Pero, igual, no hacen falta ejército ni militares. A estos, como a las mecanógrafas, no les gusta la idea. No los culpo. A nadie le gusta descubrir que sobra. Pero da igual: son los mecanógrafos del Estado moderno.