Aclaremos: «Morales» no se es simplemente el fantoche que hoy encabeza el Gobierno. Morales es apenas sinécdoque de la componenda entre los militares, abogados y financistas que aún controlan el poder del Estado guatemalteco y se resisten a soltarlo.
Como pelele de ventrílocuo, Morales, con sus gestos, mal representa a un presidente. Pero con sus acuerdos encarna una caterva leguleya y maliciosa. Y con sus denuncias no muestra sino oculta la verdadera intención de la multitud que lo mueve: evadir tanto como pueda la persecución de una justicia que se reforma con lentitud, pero de manera inexorable.
Por lo mismo y como reflejo, «Iván Velásquez» también es una sinécdoque. El nombre no es el hombre: apenas representa el todo de la justicia con la parte que es un comisionado. La inquina contra el juez colombiano, la resistencia a su persona y a su presencia en Guatemala, tiene muy poco que ver con los rasgos de carácter y empeño del individuo y todo que ver con lo que encarna. Así esté comprometido, sea muy eficaz y lo reconozca todo mundo, el rechazo que suscita en Guatemala se refiere a otra cosa. Es la oposición a que en esta olvidada parcela se haga justicia, especialmente cuando compromete a los ricos y poderosos dueños de la finca.
Que el asunto no es personal se hace obvio al ver cómo ha mutado la supuesta causal de rechazo desde que la planteó Morales por primera vez. Lo que empezó como un no grato para Velásquez se transformó en la cancelación de la Cicig. Ya con visos de absurdo internacional, siguió el apercibimiento al secretario de la Organización de las Naciones Unidas por la incompetente y arrogante canciller guatemalteca. Bien reportan los psicólogos que un rasgo de la incompetencia es la incapacidad para constatar la propia inutilidad.
Por ello, no seamos ingenuos. Lo que está en juego aquí nunca fue el puesto de un funcionario internacional. El reclamo del Gobierno no tiene nada que ver con extralimitación de funciones y responsabilidades. Lo que está en juego es la justicia nuestra, que algunos quieren seguir manejando a su antojo y para su único beneficio.
No seamos ingenuos. Lo que está en juego aquí nunca fue el puesto de un funcionario internacional.
Morales —la caterva, insisto, que el individuo-payaso es incidental— de mil formas ensaya convencernos de la amenaza a la soberanía nacional, distraernos de las fechorías que perpetra. Pero la soberanía no es suya para abusar de ella de esa forma. Lo dice claro la Constitución: «La soberanía radica en el pueblo, quien la delega, para su ejercicio, en los organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial». Delega, no regala.
Entendamos usted y yo, entienda Morales: la soberanía no es de un presidente, individuo miope que ni siquiera alcanza a ver cómo malogró su papel en la historia (cuán lejos queda ya ese engañoso «ni corrupto ni ladrón»). No es de una canciller zafia que ignora que el secretario de las Naciones Unidas le responde por señorío, no por obligación. La soberanía no es de un diputado iletrado que viste de militar para ir al Congreso y se llena la boca con ella. Apenas nos recuerda que igual de mal se ve un militar vestido de payaso que un payaso vestido de militar. Y tampoco pertenece la soberanía a los directivos del Congreso, tan adustos de planta como de ciencia. La soberanía no es para hacer con ella lo poco y malo que se les ocurre en su parca imaginación.
La soberanía es nuestra —suya, amiga lectora, amigo lector, mía y del vecino de más allá— para asegurar que gocemos de «la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral». Así lo dice la Constitución. Así lo queremos. En las urnas encargamos a esa tanda de inútiles y mentirosos nuestra soberanía y no han podido sino ensuciarla. Siempre está en nuestras manos reclamarles por malbaratarla. Siempre y en todo momento es nuestro derecho hacerla valer, no como excusa para la impunidad, sino como factor de prosperidad y de paz para todas y todos.
Illustración: El fantoche (2024), Adobe Firefly