¿Por qué tratamos tan mal a los guardias penitenciarios? Explorar el desprecio ayuda a entender el Estado perverso que tenemos.
Los periodistas en ConCriterio preguntaban la semana pasada de dónde sale el maltrato a los guardias de prisión. Mal pagados, mal equipados y mal formados a pesar del riesgo que corren, ilustran la poca correspondencia entre tarea, recompensa y reconocimiento que damos a los empleados públicos.
Es buena idea tirar del hilo roto para explicar nuestro Estado torcido, que castiga a quien le sirve. Empezar donde la puntada se rompe facilita deshilar el tejido. Pero para ver el dibujo hace falta alejarnos de la fibra.
La discusión sobre el desdén a los guardias lo ilustra. Uno de los periodistas explicaba: faltan exigentes pruebas de ingreso al puesto, como en España. Tal vez hay que cambiar el sistema penitenciario, comentaba la entrevistada, experta de un tanque de pensamiento de derechas. Irónico decirlo tras años de guerra —aupada por la élite económica— para sacar a la Cicig del país. Es que son indígenas, terciaba otro de los conductores, comenzando a llegar al fondo del asunto.
«La pita se rompe por lo más delgado», decimos. El guardia penitenciario es la hebra flaca que hoy revienta.
«La pita se rompe por lo más delgado», decimos. El guardia penitenciario es la hebra flaca que hoy revienta. Pero las condiciones vergonzosas de su empleo, igual que los baños inmundos que aguantan los policías en las comisarías, las escuelas sin techo o los hospitales sin camas no son casos aislados, incidentes a entender —menos aún a resolver— en su individualidad. Juntos forman un mismo tejido de indignidad y desprecio. Agregue a esa trama de miseria material la urdimbre de leyes que no se actualizan, de juicios interminables, de un Legislativo que no legisla sino apenas apaña y amaña y verá el textil completo.
Guatemala no se arreglará un problema a la vez, tragándonos el cuento de que son los procesos de selección de personal u otras menudencias así. No me malentienda. Sí, debemos revisar los criterios de selección de carceleros. ¡Y hasta podemos pagarles más! Pero mientras nos entretenemos reformando la guardianía penal aquí, por allá se cae otra lámina del techo de una escuela que maleduca la nueva generación de reclutas de cárcel —tanto policías como ladrones, agrego—. Y mientras en educación alguien se encarama al techo para sujetar con un clavo torcido la lámina oxidada, en el Congreso un diputado cierra trato con un ministro de la ingrata élite económica y sus narcofinanciadores. Cuando al fin apresen al mafioso tocará nuevamente revisar los salarios del guardia penal incapaz de vigilarlo.
Y así, en eterno juego de aplasta un topo, en continuo trabajo de amarrar nudos ciegos que solo da para fabricar noticias. Por eso el presidente se escoge para ser atador de nudos irrelevantes. Basta ver el sitio web del gobierno: hoy que escribo, celebran allí que la dirección de defensa del consumidor cumple 25 años, aunque llevemos décadas de quejas de que la medicina se vende a precios exorbitantes sin que pase nada. Y anuncian que se suman 184,000 gentes al fondo de protección del empleo por el covid-19, cuando la demanda de empleo crece en 200,000 plazas cada año y la ayuda de emergencia igual no llega a donde debe. Y otra vez, ¡siempre! se analiza la inversión en energía y turismo, pero sin tregua la misma gente contamina y rechaza una ley de aguas. Larga vida y mucho trabajo para quien alimenta el blog del gobierno, no digamos el ego del mandatario: siempre noticias nuevas, logros que no son sino intentar otra vez. No seamos tan ingenuos de pensar que por allí viene la solución.
Lo que enseñan los 5 años desde que cayó Pérez Molina es que el reto no es el roto en cada hilo, ni su remedio hacer un nudo para sujetarlo de mala manera. El problema está en el tejido completo. Lo señaló la Cicig para la urdimbre de ley, justicia y financiamiento público. Por eso desde el Congreso, en el Ejecutivo y en el Ejército no cejaron hasta echarla, mientras sus habilitadores del Cacif pagaban la cuenta. El problema es el telar, la armazón de explotación que produce la poca y mezquina riqueza de este país. El problema está en la discriminación y la exclusión que llamamos cultura y tradición, aunque solo sirvan para asegurar que la mayoría —indígenas, pobres del campo, cada vez más también de la ciudad, e incluso la engañada clase media, tan ocupada con orar y pedir crédito— nunca gocen de ciudadanía efectiva.
Ilustración: Tejedor mirando hacia la derecha (1884), de Vincent Van Gogh.
Original en Plaza Pública