La posfrontera

Cayó el Muro de Berlín en 1989 y quisimos ver la llegada del nuevo milenio. Estados Unidos había ganado la Guerra Fría. Triunfaba el bien sobre el mal, el sueño liberal-democrático sobre el último imperio autoritario.

La historia, por supuesto, resultó más complicada. Antes que ganar alguien la Guerra Fría, la había perdido la Unión Soviética. Gorbachov nomás acertó el tiro en la cabeza del zombi que hacía ratos caminaba muerto y Yeltsin lo enterró. Todo para que Putin trocara la ocurrencia de una Rusia liberal por un renuevo tan autoritario como el del zar Nicolás.

Mientras tanto, el sueño globalizador pasó de Bush a Clinton, a otro Bush y, finalmente, regalo envenenado, a Obama. La desregulación de Reagan y Thatcher había roto un dique. La magia de los bancos barrió con la quietud socialdemócrata de posguerra, borró la memoria de la vieja Europa ante su gran guerra y de las finanzas del mundo ante el colapso de 1929. Eran tiempos buenos, e Internet nos convenció de que las fronteras y los imperios eran asunto del pasado.

Clinton entendió (o así nos dijo). En adelante habría deuda infinita y, con ella, dinero interminable, crecimiento imparable, prosperidad continua. «Don’t stop thinking about tomorrow!». Todos montaron el neoliberalismo desbocado. Desde el Banco Mundial, siempre dispuesto a experimentar con la prosperidad de otros («Oops!… I did it again»), hasta la cautelosa Suecia. Detrás fuimos con nuestro Motorola, Blackberry, Nokia, iPhone, Samsung, ¡iPhone, iPhone, iPhone! Todos queríamos ser como la gente del Norte, vivir su vida y consumir sus bienes.

Hasta que de la borrachera de dinero mágico amaneció la resaca de la crisis de bienes raíces en 2008. Del desastre escasamente se libró el mundo (financiero, esto es). Con las buenas ideas de Gordon Brown y los buenos oficios de Barack Obama, una inyección masiva de recursos públicos salvó al sistema financiero de su autodestrucción. La plata la pusieron los ciudadanos: usted, yo y el vecino. Que ya no es vecino porque perdió su casa.

Está bien el arbitraje para las finanzas, pero Dios guarde que se les ocurra a los trabajadores aprovechar diferencias de ganancias entre mercados.

Volvió la máquina a caminar. Temerosa al principio, pero no tanto que no regresaran al par de años las bonificaciones a los mismos gerentes, las utilidades a los mismos capitanes de empresa, el seguir repartiendo juguetes: iPhone sí, pero también Netflix y Baidu y Google y jeans a 10 dólares, así los fabrique un niño.

Pero esta historia de eloi que se salvan por un pelo depende de reglas claras, inquebrantables. Por un lado, la información se mueve y el dinero también, porque así encuentra donde procrear más dinero. Por el otro, la tierra permanece. Sobre todo, el secreto susurrado: ¡calla!, la gente no debe moverse. Y cuando se mueva, que sea porque tiene dinero, nada más.

Es esa desconcertante paradoja, entre riqueza que se mueve sola y gente que no puede moverse, así tenga pies y voluntad, la que permite cosechar dinero nuevo, concentrar fortuna. Porque, cuando bajan las utilidades en un sitio y se abren las oportunidades en otro, yo quiero llevarme el dinero mío y dejarte la pobreza tuya. Está bien el arbitraje para las finanzas, pero Dios guarde que se les ocurra a los trabajadores aprovechar diferencias de ganancias entre mercados.

La frontera es invento viejo. Al menos desde Westfalia la pensábamos igual: tú y yo, soberanos los dos. Eso cambió al final de la Guerra Fría con el neoliberalismo. Sobre todo con Internet. Hoy la frontera son las reglas que escribió Clinton, aunque Bin Laden, ingenuo, quisiera estallarlas a fuerza de aviones. La frontera es lo que Obama calló discreto y Trudeau endulza encantador. La frontera es el secreto que comparten Trump, Putin, Merkel y Erdogan: la frontera no es muro, sino filtro.

Hasta que 5,000 centroamericanos sin nada qué perder se encaminan al Norte. Los políticos intentan aprovechar la serpiente humana, ese Quetzalcóatl desplumado, como si la caravana hubiera empezado hace un par de semanas. Pero, si algo quiero dejarle con esta historia es que, aunque Trump gane puntos para las elecciones de noviembre a base de odio o los demócratas apenas alcancen a arrancarle los necesarios escaños, aunque un par de enanos se cuadren ante el bully estadounidense, esa serpiente empezó su camino hace décadas. Hoy apenas saca la cabeza de la tierra. La historia no terminará bien para Trump, menos aún para los migrantes. Pero esa serpiente habrá horadado para siempre un hueco, eterno y completo, en la frontera.

Original en Plaza Pública

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