Mientras los más pobres resultan migrantes a secas, los migrantes más ricos nos hacemos llamar expatriados.
Me dejó pensando la funcionaria estadounidense. Hablando en Guatemala a unos representantes de organizaciones de desarrollo, repetía una y otra vez: el problema de la migración es hoy motivo importante para la cooperación de su país con las organizaciones de desarrollo.
Como excusa para colaborar es impecable. Además, es la política exterior estadounidense del momento, que al fin es lo que paga el sueldo de la funcionaria. Lamentablemente, como premisa para actuar, no digamos ya para conseguir resultados, es un error: el problema no es la migración.
La migración, más que problema, es ocasión para que se presenten los problemas, pero también las oportunidades. Para que las personas rieguen desgracias sobre sus semejantes sufridos o para que los ayuden. Los migrantes no son parte de un problema, sino de una oportunidad. Acaso ellos padecen en sus vidas los problemas que otros les causan. Acaso son víctimas.
Paradójicamente y casi sin querer, la misma embajada de los Estados Unidos reconocía esto hace unos meses cuando invirtió en una campaña publicitaria para desalentar la migración. Asalto, robo, tráfico sexual y, como tapa del pomo para el migrante que alcance a llegar a los Estados Unidos, deportación. Tal es la colección de desgracias que esperan al migrante, le recuerda esa misión diplomática, queriendo desalentar su aventura al Norte. Y tiene razón, me apuro a agregar. Pero, si me dice que la deportación es un peligro, hombre, la solución es fácil: no los deporte.
Claro, la cosa no es tan sencilla. Pero llevarla al extremo ayuda a entender: la ilegalidad y el peligro no son intrínsecos a la migración. Son características derivadas de las condiciones en que se realiza, de las respuestas que le dan los Estados y los particulares. La migración nos define como humanos. Siempre hemos migrado. Pero hoy es criminalizada, perseguida con especial saña, aun a la vez que muchos se aprovechan de la especial vulnerabilidad del migrante.
Nuestra herencia simiesca nos da una visceral resistencia a que otro invada lo que percibimos como nuestro territorio. Esto se agrava porque somos más gente disputando un globo que no crece. Pero, más al caso, hay también una profunda inconsistencia en el credo del libre mercado, que lo ha invadido todo. Por una parte, afirman los economistas que la movilidad de los factores de producción es buena, pues empareja los costos. Que se mueva el capital, que se mueva el conocimiento, y todos seremos más prósperos[1]. Pero, por la otra, se resiste la movilidad del trabajo, de la gente. ¿Por qué? Porque así quienes poseen el capital y el conocimiento pueden capturar las ganancias mientras el trabajo, arraigado, debe aceptar lo que se le imponga.
No es obvio ni necesario que la movilidad laboral sea negativa. Todo lo contrario, hay bastante evidencia de que aun los migrantes mal calificados que de Centroamérica van a los Estados Unidos hacen allí tareas que nadie más quiere hacer y con ello agregan valor a su economía. Tanto que el Gobierno federal se cuida de mantener separados los registros impositivos de los de identidad para poder cobrarles impuestos. Y este año los seis premios Nobel que cosechó el país del norte —todos— fueron otorgados a inmigrantes.
Mientras tanto, recibimos en Guatemala también una particular colección de trabajadores migrantes que aquí han agregado gran valor. Solo que estos vienen en su mayoría del Norte global. Uno de los más visibles de ellos es Todd Robinson, embajador de los Estados Unidos. Otro es Iván Velásquez. Sí, ellos también son trabajadores migrantes.
Como en tantas cosas, en asuntos de migración el poder y el dinero se han servido de la ofuscación y han hecho diferencias entre migrantes buenos —los más ricos— y migrantes malos —los más pobres—. Mientras los más pobres resultan migrantes a secas, los migrantes más ricos nos hacemos llamar expatriados. «No te juntes con esta chusma», agregaría doña Florinda. Pero de este mismo charco de semántica apestosa abrevan el racismo, el sexismo y el elitismo para inventar diferencias en el lenguaje donde no las hay en la realidad.
Estamos ahora a las puertas de unas elecciones francamente desalentadoras en los Estados Unidos, y el insularismo antiinmigrante campea desvergonzado en ese país. Pero debemos señalar lo obvio, lo necesario. Resolver el problema de la migración exige aprender de los errores. Errores como la fallida guerra contra las drogas, con la ventaja de que esta vez no se trata de estupefacientes, sino de gente con ganas de trabajar. La migración puede ser fuente de bienestar si no la perseguimos, si la regulamos, facilitamos y documentamos.
Notas
1 Aunque el factor tierra es inmóvil, aún su tenencia perpetua es cuestionable. Valga para otra discusión.