Hace al menos siete décadas se echó a rodar una impostura en estas tierras. Una impostura fatal. Ese engaño, fruto de la guerra fría, fue hacer creer que tener ideología política era moralmente malo. Especialmente tener una ideología de izquierda. Demócratas cristianos, socialcristianos, socialistas y comunistas (aquí todos por igual calificaron como izquierda radical) terminaron considerados gente mala. En el mejor de los casos, merecedores de insulto. En muchos, de exclusión. En un número dolorosamente grande, de persecución y muerte.
Desde la izquierda, parecido. El conservador, liberal o centrista era reprensible, un lacayo del imperio. Por tanto, merecedor de oprobio, de la denuncia de su riqueza y de la destrucción de sus bienes. En el peor de los casos, del secuestro y también de la muerte. Eso sí, fue mucho más numerosa, violenta e indiscriminada la saña contra la izquierda.
Esa impostura tiene consecuencias aún hoy. La primera es su descendencia ilegítima, negada pero a la que igual dio vida. Al denunciar todo, perdimos la sensibilidad, dejamos de entender que algunas ideologías sí son perversas y que siempre hay que denunciarlas. Como el fascismo, el racismo y el totalitarismo, nombrando apenas lo más aberrante. En estos tiempos de las fake news y de la indiferencia ética que arrastran, volvemos a tolerar lo intolerable. Salen sapos y culebras de la boca del presidente de los Estados Unidos, tanto como excusas de la del irresponsable presidente venezolano, y nos quedamos tranquilos.
La segunda consecuencia de la impostura es su heredero reconocido, con claros rasgos familiares. El regalo envenenado que dejó el fin de la confrontación de superpoderes, el huevo paradójico que aquí eclosionó con la firma de la paz, es la deforme ocurrencia de que nuestros tropiezos son ideológicos. A pesar de que los problemas crecieron justamente por haber desacreditado la ideología, a pesar de la patente incoherencia ideológica de los responsables.
En efecto, no es la ideología lo que une a los cafres corruptos que hoy mandan en Gobierno, Ejército, Legislativo o sindicatos, para nombrar apenas el elenco de la farsa de la semana pasada. Lo que ellos tienen en común lo comparten por igual con los narcos y con el más vulgar ratero de barrio. Ese factor común es el oportunismo nacido del propio interés material, y nada más. Lo de ellos no es concretar las ideas de Rosa Luxemburgo, John Maynard Keynes o Milton Friedman. Hágame el favor.
Por eso, decir hoy que «solo un proyecto de derecha puede salvar a este país y verdaderamente transformarlo» o que «la única esperanza para que este país mejore es que un derechista inteligente y honrado alcance el poder» —palabras literales de dos comentaristas políticos que valoro— resultaría tierno, si no fuera más bien un despistado ejercicio de micción que no da en la cubeta (va, pues, de mear fuera del balde). Y no por hablar de derechas, que tan ingenuo resultaría insistir en que de aquí solo nos sacará un auténtico proyecto de izquierdas —el manido rescate de la tradición arbencista, digamos— o un esencialista proyecto maya en comunión con la tierra.
Sobra evidencia —penal, ya no solo política— de que tan vendepatrias puede ser un empresario socio de la Francisco Marroquín como un egresado de la mexicana UNAM.
La auténtica razón por la que nos convendría hoy un Atanasio Tzul con celular y cuenta en Twitter, un sólido Danilo Barillas (que ni siquiera tiene entrada en Wikipedia —tan amnésicos y malagradecidos somos—) o aunque sea el mítico salvador de derecha1 tiene poco que ver con sus persuasiones de izquierda, centro o derecha. Clamar por alguien así es, primero, subrayar lo que nos hace falta hoy: decencia. En izquierdas igual que en derechas. Porque sobra evidencia —penal, ya no solo política— de que tan vendepatrias puede ser un empresario socio de la Francisco Marroquín como un egresado de la mexicana UNAM. La hijueputez no respeta ideología, así como la decencia se puede encontrar de ambos lados del pasillo político.
Entender esto es importante. Pero más urgente es actuar en consecuencia haciendo alianzas amplias entre gente decente con fines pragmáticos de construcción institucional y con acceso al poder. Urge dejar de desconfiar del que piensa distinto nomás porque piensa distinto, dejar de querer figurar hoy cada uno con su linda ideología. Porque lo urgente hoy es tragarse el orgullo, no la ideología, para acceder al poder. Si no se controla el poder y desde allí se construyen las instituciones democráticas dentro de las cuales ya se podrá debatir la ideología, nunca pasará la discusión de ser ingeniosos mensajes en Twitter y apasionadas columnas en Plaza Pública.
Ilustración: Gire a la izquierda (2024), Adobe Firefly
Notas
- Pase revista, al menos desde Jorge Carpio hasta Alejandro Giammattei, y dígame, en serio, que no es una leyenda el líder de la derecha que vendrá a rescatarnos. ↩︎