La gran conspiración, o de cómo a la realidad le importan un bledo mis prejuicios

A la práctica social le toca lidiar con lo que hay, no con lo que quisiera yo que hubiera.

Los sumos sacerdotes intelectuales de la «izquierda de Guatemala» (¿ya somos suficientes, o sigue siendo oxímoron esto último?) están apurados por descalificar el movimiento de la ciudadanía de estos últimos meses. Y mientras más legítimamente intelectuales, más documentadamente académicos, más se esmeran por descalificar.

«¡Nada cambió!» sentencia uno. «No, es que fue una revolución “de colores”», agrega otro. «¡Qué va, si lo que pasa es que los manipularon!» señala el tercero, queriendo ganar más puntos en la carrera por llegar hasta abajo. Hasta que al fin, tocamos fondo. Abrazados y en coro, gritamos: «¡es una conspiración de los gringos!»

Al menos hay que reconocerles la fidelidad: tras 40 años, siguen aplicando con rigor los esquemas teóricos y metodológicos aprendidos de los maestros, y estos a su vez de la generación anterior, y así en una cadena bíblica de engendrados, hasta tocar la orla del manto del propio Marx. Sí, el Marx que un joven economista de la UFM equivocadamente pide desterrar (¡saludos, mi estimado!). Porque tampoco es por allí. Porque meter la cabeza en la arena es tan malo como tragarse la arena. O tragarse al ARENA quizá, como la locutora rubia que olvidó encender la cabeza antes de conectar la boca y sigue usando distorsiones dignas de los D’Abuisson para prescribir la Guatemala del 2015.

Pero me pierdo en la digresión. Volvamos. La ciencia social no es exégesis, sino arqueología. Capa sobre capa escarba, agrega, revisa, ajusta, asimila, reinterpreta. El que quiera descartar las ideas enteras y sin filtrarlas, está tan perdido como el que se aferra al palo mayor del navío de su padre fundador (resultó apropiadamente freudiano el símil), sin importar que los vientos ahora soplan en otra dirección, que las olas ya no lo bañan de babor, sino de estribor.

Y este es el punto: lo fácil es ver lo que pasa allá afuera, tomar el calzador y, a empujones y jalones querer meter los hechos en la talla que me dieron en la academia, nomás para descubrir que hay un montón que no entra. Tomar las respuestas torpes y pesadas del Departamento de Estado donde, sé de buena fuente y cito: «there is no plan», y atribuir a sus reglas simples (la élite siempre es mejor; calladitos se ven más bonitos, todo se arregla con más mercado…) el poder de una conspiración. Agarrar la mezcolanza de activistas profesionales, universitarios confundidos y universitarios entendidos, campesinos, vendedores de banderas plásticas y sí, la familia clasemediera que nunca, repito, nunca antes, había salido a protestar; tomar esa mezcolanza para medirla, pesarla y descubrir, ¡oh sorpresa!, que no da la talla de una vanguardia obrera, ni campesina, (o liberal si su sabor favorito es otro), ni nada de nada. Y sentenciar: ellos no van en serio, no son de verdad, son peleles. Santo remedio. Todos ustedes, los 30,000, los 60,000, los 100,000, son una bola de pendejos manipulados. Y ahora permítanme, regreso a lo mío, zopencos.

Pero a la práctica social nunca le ha importado demasiado lo que piensan los académicos (ni los columnistas, ojo). Pregúnteselo a los economistas, que tienen dos siglos y medio de estar haciendo predicciones fallidas, que luego deben barrer bajo la alfombra para sacar del sombrero, como conejos, nuevas y brillantes predicciones retrospectivas basadas en lo que realmente pasó.

A la práctica social –política, cultural, económica– le toca lidiar con lo que hay, no con lo que quisiera yo que hubiera. Eso me deja dos opciones. Subirme a lo alto de la torre de marfil y condenar a la gente que hay –ver arriba– o preguntarme cómo diablos voy a hacer una transformación, una reforma, ¡una revolución! con amas de casa, Jimmyliebers, artistas de izquierda que prefieren la pizza y la cerveza al proselitismo puerta a puerta, y un montón de pobres urbanos y rurales. Francamente, prefiero la segunda opción. Quizá me quede en el intento pero, como el que se lanzó a la guerrilla con un montón de ideas equivocadas y violentas en los años 60 –y falló–, al menos lo habré intentado.

Original en Nómada

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