El mandatario del norte se ha montado en un río de desorden y ahora navega feliz río abajo: miren cuán rápido voy.
Terminan diez días de resultados en la Casa Blanca. Una ola de órdenes ejecutivas comienza a concretar sin ambigüedad algunas de las principales ofertas de campaña del nuevo presidente de los Estados Unidos.
Plumazo tras plumazo, el mandatario estadounidense afirma su voluntad: se acabará la reforma al financiamiento de la salud de Obamacare, se echará a los funcionarios incluso mínimamente críticos, se construirá el muro en la frontera con México, se detendrá la migración a los Estados Unidos de toda persona de siete países musulmanes. Sin distingo de causas y circunstancias. Y así sigue: donde pone el ojo pone la bala. O al menos, por el momento, pone la firma.
Es fácil admirar la eficacia de Trump. Fácil especialmente para quienes estaban impacientes con las titubeantes buenas maneras del presidente Obama. Fácil para la multitud anónima que se sentía olvidada en la pobreza blanca y en el conservadurismo religioso, cansada de que la modernización cultural la hubiera dejado sin razón y la maquinaria electoral sin poder. Fácil para quienes querían dar señales al obstinado establishment político. Fácil para quienes, como los empresarios chapines sentados en primera clase, vuelan a Washington para entrevistarse con los ultraconservadores.
Pero esa admiración ignora algo importante: que lo que Trump hace también es fácil. En el fondo es un asunto de física fundamental, de entropía. Cuando el propósito es llegar al mar, basta dejarse llevar por la corriente para conseguir resultados, que la gravedad hará lo necesario. El mandatario del norte se ha montado en un río de desorden y ahora navega feliz río abajo: miren cuán rápido voy.
Porque para ser eficaz constructor hace falta el cuidadoso diseño de los planos, apremiar a los obreros, acarrear la piedra, tirar de la grúa y muy despacio alinear un ladrillo sobre otro hasta levantarlo todo. Pero para ser eficaz demoledor no se necesita más que una buena carga de dinamita, treinta segundos y un dedo voluntarioso sobre el interruptor.
Tan indolente como urgido, Trump se ha sumado a la tradición de los vándalos que no quieren construir Roma, a quienes les basta con que caigan los muros del Coliseo. Poco importa si usted quiere acabar con la herencia de Lincoln o con la de Reagan, ponerle fin al capitalismo o socavar la democracia. Como con la sufrida Alepo, cuando se asiente el polvo, lo único que quedará será una inmensa pila de escombros. Trump, con sus acciones atolondradas, habrá dado satisfacción a los que quieren acabar con el mundo moderno —por lo bueno o por lo malo—, aunque ni uno ni los otros tengan la más triste idea de qué poner en su lugar, menos aún de cómo hacerlo.
Cuando se asiente el polvo, igual persistirá la marea de gente desesperada de Centroamérica, aunque no se vea por el muro. Persistirá la desesperanza en el centro de América, pues sus pocos y malos empleos tienen más que ver con cambios tecnológicos y financieros globales que con la supuesta malicia de mexicanos y chinos. Persistirán la voracidad de la banca y la animadversión ante Occidente en Oriente Medio, regadas con la dependencia casi narcótica de las economías modernas para con el petróleo. «Not my problem», dirá ese necio en su necedad.
Hombre, no se ponga dramático, podrá comentar usted. Trump no acabará con todo lo que conocemos, con la modernidad de Occidente. Cierto, pero como perverso partero apura su inflexión. La Roma imperial no era perfecta. Lejos de ello. Pero a su fin siguieron diez siglos —¡mil años!— de Medievo: fragmentación, violencia en descampado, deterioro de la infraestructura, represión e intolerancia. Claro que podemos derruirlo todo, cruzar los dedos esperando que la demolición salga bien. Pero insisto: ni sabemos adónde iremos a parar ni sabemos que este sea el camino, así supiéramos adónde ir. Mientras tanto, algunas certezas sí tenemos y son ellas justo las que están quedando por la vera: que el cambio climático es real, aunque lo niegue una minoría exigua e imbécil; que las barreras aumentan los costos; que la intolerancia engendra violencia; que Trump es un ególatra al que le importan poco los demás, sobre todo los más débiles.
Así que hoy es el momento del compromiso personal, de la apuesta ética. No mañana, cuando la cosa inevitablemente truene, que entonces será demasiado tarde para los que dieron alas a la perversión. Porque, ante el desmadre visto estos días, una cosa puede afirmarse: tenemos la opción de estar con este hombre que quiere el mal o señalarlo y resistirlo con mayor o menor éxito.