Tras graduarme como médico ejercí poco tiempo la clínica. Me entró la curiosidad por otras cosas y terminé estudiando la administración pública como disciplina.
Mis padres nunca entendieron a qué me dedicaba. Soñarían con verme en saco blanco con el estetoscopio. En cambio salía cada mañana en traje de diario y volvía igual. Sentados frente al computador o en reuniones, ¿cómo saber qué hace uno toda la jornada?
La cuarentena me devolvió ese recuerdo. Puesto contra la pared, habría tenido dificultad para precisar la ocupación de mi pareja. Sí, nombraría su cargo y describiría su despacho. Pero no habría podido decir exactamente en qué ocupaba su tiempo durante el día.
Las semanas de encierro despejaron toda duda. Tras la rutina del ejercicio —es mucho más disciplinada que yo— y el desayuno compartido, se empeña diariamente en construir la capacidad de nuestros países para vacunar a los chicos. Ahora los prepara para vacunar también a los grandes contra el coronavirus, cuando sea posible.
Es como hacer filigrana: una tarea detallada. Una reunión aquí, para escuchar a gente de muchos países. Revisar un documento allá, para que todos entiendan y nadie se ofenda. Cada día sentar a ingenieros, estadísticos y médicos, ver si al fin hablan el mismo idioma y operan un sitio web que lo refleje. Es como poner ladrillos: a veces termina el día satisfecha, habiendo completado una hilera de la pared interminable. A veces frustrada, porque los ladrillos quedaron torcidos. Hace muy bien su trabajo y, sin embargo, es apenas una albañil más en una cuadrilla de miles, una joyera más en un taller inmenso. Porque así se construyen las grandes obras y las sociedades: mucha gente, mucha paciencia, mucha persistencia; casi siempre con poco qué mostrar al final de la jornada.
Para mí es excepcional mi pareja. Pero usted dirá que mi relato describe a la suya también. O a su propio trabajo. La enorme mayoría cotidianamente hacemos pequeñas cosas lo mejor que podemos.
Sin embargo, algunos pocos no quieren el trabajo duro y detallado de construir. Prefieren la destrucción. En vez de pensar cada mañana cómo agregar una hilera al muro, se entusiasman procurando derribarlo. En lugar de trabajar la filigrana, prefieren aplastar la joya con el tacón del zapato.
Son enormemente eficaces porque su tarea es simple: patear, alborotar, dañar. Poco importa cómo, cuánto o dónde, pues la naturaleza se ha encargado de que para destruir —que es igual a desorganizar— baste agitar los brazos en toda dirección y ver a qué o a quién se golpea. El resto lo pone la entropía, así que siempre consiguen resultados: apenas aceleran lo que pasará de todas formas si no nos esmeramos.
La salida de Gran Bretaña de la Unión Europea fue ejemplo de la desidia del destructor. ¿Para qué entenderse con franceses, alemanes o griegos? ¡Qué pereza! ¿Quién necesita reformar el Parlamento Europeo cuando basta con abdicar de él? Sobró un día de voto para acabar con medio siglo de diplomacia. Lo que siguió fue apenas el ruido del muro que caía, mientras algunos corrían inútilmente tratando de detener uno que otro ladrillo en su vuelo al suelo. Eficacísimos, los destructores sonríen: son cumplidores, aunque ahora no haya ladrillos ni argamasa ni muro ni casa ni techo ni nada de nada.
Con pereza ejemplar, es incapaz de colocar un solo ladrillo, incompetente para poner una sola hilera pareja.
Pero el mayor destructor se instaló en la Casa Blanca. Con pereza ejemplar es incapaz de colocar un solo ladrillo, incompetente para poner una sola hilera pareja. Con toda una vida de gritar «you’re fired!» («¡estás despedido!»), hizo vocación de acabar con lo que hay, así sean esperanzas de ingenuos en la TV de realidad, las expectativas contractuales de sus proveedores, la dignidad de la presidencia de los Estados Unidos, la capacidad de sus instituciones federales o la paz de su sociedad.
En medio de la crisis de salud más visible de los últimos 100 años fue incapaz de poner un solo ladrillo en el muro, de agregar una sola filigrana a la joya: no ha podido ayudar en nada, ¡en nada! al esfuerzo global contra la pandemia. Predecible al grado de la vergüenza, bufó su conciencia perezosa, pujó el inútil orondo. Y cuando al fin actuó, lo único que pudo concretar su imaginación fecal, sumida en la flatulenta verborrea, ¡fue un ataque a la Organización Mundial de la Salud!
Ilustración: Un par de zapatos (1887), de Vincent Van Gogh