Imaginación y voluntad

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En 2008, todos sabemos, la economía global colapsó. La caída del mercado hipotecario en los Estados Unidos causó una cascada de quiebras que se sintió en todo el mundo.

La Gran Recesión se desató en 2008 por irresponsabilidad. Los bancos prestaron a quien no podía pagar. Luego unos bancos vendieron a otros bonos para cobrar esas hipotecas. Como eran tantos los deudores eventualmente todos quisieron deshacerse de los bonos, pero nadie quiso comprarlos. El mercado hipotecario quebró. Para entonces los bonos hipotecarios habían servido de colateral para otros préstamos y afectaron al resto de mercados financieros.

Ahora viene lo interesante. Hasta aquí hablamos de magia verbal: unas gentes prometen a otras que «por Diosito y mi madre, el viernes te lo devuelvo». No media nada más concreto que un papel, en el mejor de los casos, o un registro electrónico, en el más intangible. Pero la magia surte efecto y salta de las palabras a los hechos: una carpintería que produce muebles concretos descubre que al quebrar su banco no puede compensar a sus empleados que los fabricaron. Y los empleados encuentran que no pueden comprar comida y tienen hambre real.

El argumento no es mío, por supuesto. Lo sintetizó en general Yuval Harari en Sapiens: entre los mayores poderes humanos está inventar futuros inexistentes y convencernos que son reales, pues nos permite coordinar acciones entre millones de individuos. De forma restringida lo recoge Yanis Varoufakis en Hablando con mi hija acerca de la economía: el crédito —vender la riqueza futura inexistente— hace funcionar la economía capitalista. Ambos libros son lectura obligada y el segundo debiera serlo en la secundaria.

Desde que Playfair inventó el gráfico de barras la economía explota la ficción de ser ciencia exacta por usar gráficas cartesianas y números. Pero como disciplina tiene más afinidad con la religión que con la física, por ejemplo. Nomás que aquella habla de ángeles mientras esta habla de riqueza. Sin embargo, contar algo no lo hace verdad.

No me malentienda. El que algo no sea verdad no significa que no sea real. Como ilustra la carpintería, la economía opera efectivamente. En el medioevo los ángeles saltaban de los textos iluminados a la mente de sus lectores: operaban en sus vidas. Hoy los modelos económicos saltan del gráfico a nuestras mentes y operan en nuestras vidas. Lo importante es reconocer cómo lo hacen.

Al estudiar la mente casi alienígena de los pulpos el australiano Peter Godfrey-Smith ilustra que el futuro de la filosofía está en la neurociencia: quien no considere las estructuras y operación del cerebro no descifrará correctamente nuestra ética. De forma análoga el futuro de la economía no está en las matemáticas sino en la antropología: quien no entienda cómo los humanos construimos historias apenas practica la superstición económica.

La religión es una disciplina normativa: no describe cómo es el mundo, sino instruye cómo debe ser. A partir de principios imaginados escribe textos sagrados y forma a los clérigos que predican y practican su verdad y que disciplinan a los infieles. El resultado es una sociedad que concreta sólidamente el mundo inventado.

La economía es igual: no describe cómo funciona el tráfico de riqueza, sino que manda cómo debe ser. Luego forma a los economistas —incluyendo banqueros y gerentes (que son como artesanos de la economía)— para predicar y practicar su verdad y para disciplinar a los infieles —que esto son los que no pagan los créditos—. El resultado es una sociedad que hace real la economía.

¿A qué viene todo esto? A que entre los sucesos de 2008 y 2020 no ha quedado más remedio que ver el artificio: el velo se rasgó. En 2008 la disciplina no alcanzó a predecir porque no es ciencia exacta. Y en 2020, como práctica, resulta ser enteramente opcional. Véanos a todos en suspenso, metidos en casa, y a pesar de ello la vida sigue.

Así que no aceptemos la prohibición a imaginar alternativas que desde la década de los ochenta nos tiene atrapados. La imaginación es nada y a la vez lo puede todo. Podemos inventar un mundo distinto —que por supuesto también incluirá una economía distinta— y no será la primera vez que lo hagamos. En 2008 imperó la cobardía: nada cambió tras la catástrofe. Hoy quizá sea igual. Pero cada vez creemos menos en la magia de una economía incuestionada. Cada vez surte un efecto más endeble.

Ilustración: Paisaje con carro de caballos y ferrocarril (1889), de Vincent Van Gogh.

Original en Plaza Pública

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